Encuentro fantástico (2)
domingo, 08 noviembre 2009
«¡Afánate!, Ángela. Tenemos que irnos pitadas de aquí antes de que se den cuenta y nos cierren las puertas. Ricardo nos está esperando en su taxi en la esquina de la 19 cerca del Colombo-Americano. ¡Pilas, pilas!», me dijo discretamente Nancy cuando llegó con Gloria a buscarme a la plazoleta. Las tres compinches bajamos hacia la entrada principal de la universidad abriéndonos paso entre los estudiantes. Las escaleras del edificio de la biblioteca central y de la facultad de letras nos parecieron muchísimo más largas que al subirlas. Atravesamos el torniquete de la puerta principal y seguimos bajando hasta llegar a la estatua de la Pola. Nos quedaba media cuadra para llegar al carro que acababa de prender Ricardo al vernos venir desde lejos. Jadeantes de la carrera ya sentadas tratamos de recuperar la respiración y de contabilizar el botín. Cuatro libros cada una; no estaba mal para una primera vez. «Tranquilas, tranquilas que ya están a salvo», nos dijo Ricardo mientras nos reíamos de los nervios.
El taxi siguió en dirección de la Avenida Jiménez y giró por la carrera décima hacia el sur. A la altura de la calle décima nos bajamos las tres después de agradecer a Ricardo por su ayuda y de darle cita por la noche en un bar cercano. Nancy nos llevó por las calles llenas de vendedores ambulantes y de transeúntes hasta una librería conocida de libros viejos donde vendimos los de química, matemáticas, informática, sicología y literatura a buen precio sin que nos preguntaran por su origen. Solo yo no quise vender el de topología que le había hurtado a Alejandro; lo guardaría como recuerdo o de pronto hasta me serviría de excusa para volver a encontrarme con él. Repartimos el total de la venta en cuatro partes iguales; Nancy le entregaría a Ricardo, que era su novio, una de ellas. Nos despedimos prometiéndonos planear otra operación similar en alguna otra universidad bogotana. Me disculpé de no poder acompañarlas esa noche pues tenía que entrar temprano a casa a ayudar a mi tía en algo.
En realidad no me sentía muy bien después de esa aventura. No entendía por qué había aceptado y me había dejado convencer de mis amigas. Me habían dicho que esos jóvenes eran hijos de papi y que hurtarles los libros era como quitarle un pelo a un gato, mientras que a nosotras, tan necesitadas, el dinero recuperado nos serviría mucho más. Que en los Andes diríamos que éramos de la Javeriana, en la Javeriana que éramos de la Tadeo, en la Tadeo que éramos de los Andes y así sucesivamente, pero que no iríamos a la Nacional o a otras universidades más populares pues allá los estudiantes no eran nada ricos y sería un pecado quitarles lo poco que tenían.
Yo trabajaba en una zapatería de mi barrio, el Restrepo, pero ese día tenía libre, me había vestido muy bien para pasar desapercibida en medio de los estudiantes. Las tres trabajábamos cerca. Nancy que era la más pilla vivía en el barrio Egipto y Gloria, en Fontibón. Yo había quedado huérfana muy pequeña y fue Mercedes, la mejor amiga de mi mamá, que en cierta forma me adoptó, ocupándose de mí como si fuera su propia hija.
En el trayecto, el bus se iba transformando a medida que la gente subía y bajaba, pues si alguien viajando de norte a sur, de un extremo al otro de la línea, hubiera visto desfilar a lo largo de la interminable avenida Caracas casi todas las clases sociales del país en esa ciudad cosmopolita. La única constante hubiera sido la música de la radio que indefectiblemente estaría sintonizada en una sola emisora bulliciosa según los gustos particulares del conductor probablemente amante de rancheras mexicanas, vallenatos costeños, tangos argentinos o música de carrilera o de cantina.
En ese trayecto, estuve reflexionando sobre mi vida y sobre el encuentro tan extraño que había tenido con ese doble masculino que me dejó súper impresionada. ¿Cómo era posible que dos personas que no tenían nada que ver entre sí se parecieran tanto? Tendría que hablar con mi tía Mercedes al respecto. Me bajé en la calle 27 sur y me dirigí a casa pasando cerca de la iglesia del Divino Niño Jesús. Al llegar una mujer negra me abrió la puerta: era la tía Mercedes.
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