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Tenía diecisiete años y una afición exagerada por la astronomía. Esa noche subió a la terraza con su telescopio para observar los cráteres de la Luna, los anillos de Saturno y los satélites de Júpiter. Tenía dudas existenciales. «Si Dios existe, que me envíe de una vez una señal», se dijo y siguió observando las estrellas. Su imaginación lo hacía flotar hacia el infinito negro más allá de la Vía Láctea. Silencio, soledad, frío y oscuridad reinaban a su alrededor debajo del firmamento mudo. Ningún búho cantaba como otras noches. Ni el vuelo de murciélagos cazando turbaba el aire. De...

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