Optimismo
domingo, 18 octubre 2009
"Los niños son la esperanza del mundo",
José Martí (1853-1895)
El alcalde del pueblo abrió la sesión del concejo municipal con una frase lacónica: si no conseguimos una familia más con un niño en edad escolar tendremos que cerrar la escuela el año entrante. La población venía disminuyendo desde hacía veinte años a tal punto que el año anterior solo había seis niños en la escuela de Castellón. Ese año una familia se fue del pueblo y claro, con tres niños solamente tendría que cerrarla y enviarlos a otro pueblo ya que el Ministerio de Educación tenía reglas muy estrictas al respecto: no menos de cuatro niños por escuela.
«¡Pensar que aquí tuvimos hasta cincuenta chavales en la escuela en los años cincuenta!», exclamó Jacinto, el más viejo concejal. Había que conseguir a toda costa una familia que se instalara en el pueblo rápidamente. Le darían una casa del municipio con un alquiler ridículo, le darían trabajo en la Oficina de Obras Públicas o en el ancianato o en algún lugar. No iban a dejar morir el pueblo que los vio nacer, el pueblo de sus ancestros. Si la escuela cerraba, después sería la oficina de correos, el banco, la farmacia y todo poco a poco hasta que tuviera que irse todo el mundo. Había que invertir la tendencia y repoblar a Castellón.
Se dieron como plazo el verano para que en septiembre la escuela siguiera en funcionamiento. Cada concejal (eran doce) recibió una pista por explorar. Unos iban a buscar en la Oficina de Inmigración si algún latinoamericano buscaba trabajo en la región, otros estudiarían las demandas de trabajo de la prensa regional, otros los anuncios en la Internet, otros contactarían con responsables de pueblos vecinos y así cada cual tenía un objetivo preciso.
Al cabo de unas semanas Pepe llegó muy contento a hablar con el alcalde para proponerle una solución que le pareció muy acertada al burgomaestre. Se pusieron de acuerdo, prepararon un plan detallado y lo pusieron en marcha.
Pepe salió en comisión de servicios hacia la costa mediterránea. Se instaló en un pueblito de la bahía de Algeciras desde donde se alcanzaba a divisar la costa marroquí al otro lado del estrecho. Estaba siempre oteando hacia el mar casi sin descanso. Hasta de noche se levantaba a mirar con unos prismáticos sensibles al infrarrojo buscando un signo en el horizonte. A veces llamaba por teléfono a sus familiares que vivían en Tánger para pedir datos que le sirvieran para su misión.
Por fin al cabo de un mes logró su cometido: una patera cargada de ilegales había logrado acostar en la bahía durante la noche. Pepe salió a su encuentro a preguntar por Amira y Hamza. Los jóvenes se asustaron pues creían que era un policía quien los buscaba, pero decidieron confirmar con un fuerte acento extranjero de moros si él era Pepe el de Castellón. En la oscuridad ahí estaban los dos jóvenes extenuados por el viaje con un niño de cinco años en los brazos, el pequeño Karim, en medio de un grupo de veinte ilegales muertos de hambre y sed.
Los llevó a su casa de la playa, les dio de comer y beber y les dijo que siguieran su camino lo más rápido posible antes de que amaneciera para que no los encontraran en esa zona. A Hamza, Amira y Karim se los llevó en su carro a Castellón.
El pueblo estaba de nuevo feliz recibiendo a esa familia. Estos no se imaginaron tener una acogida tan calurosa. El pueblo se puso de acuerdo en mantener en secreto la llegada milagrosa del niño que faltaba para que la escuela no cerrara sus puertas para siempre. Lo de la situación legal de la familia marroquí se arreglaría con el tiempo, pero primero era el futuro de la escuela lo que les importaba.
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