Dando palos de ciego
domingo, 19 junio 2011
Fue en la estación de metro Príncipe Pío en Madrid por allá en el 2005. Siempre que me tocaba pasar por ahí me ponía muy nervioso desde que me habían asaltado una noche regresando del trabajo. Cada vez era peor. Me ponía a sudar y me perdía en los corredores en medio de tanta gente.
Antes era muy fácil a pesar de que habían construido muchos edificios del nuevo centro comercial con tantos almacenes y restaurantes. Lo peor eran las escaleras automáticas para ir a los andenes y los escalones para bajar y subir desde la calle. Mi mujer me había explicado muy bien cómo iba quedando todo a medida que las obras avanzaban y en mi cabeza tenía construida una réplica exacta del laberinto arquitectónico.
Quedé desamparado el día que murió por culpa de un loco que la empujó en el andén de otra estación en el momento en que llegaba el metro. ¡Cómo pueden dejar suelta por las calles gente así! Fue un tiempo muy difícil para mí acostumbrarme a vivir sin ella, sin su compañía, apoyo y ayuda. No tuvimos hijos y como fuimos hijos únicos, ya no queda nadie de la familia con quien contar. Total, al poco tiempo me atracaron en esa estación y el mapa que tenía impreso en mi cabeza se esfumó.
En el camino hacia la calle llegaba a un punto donde me perdía y entonces entraba en un bucle infernal. Ni olores de la comida de los restaurantes que caracterizaba el tipo de comida tan diferente que vendían, ni los ruidos de los almacenes tan distintos entre una farmacia, una tienda de perfumes, otra de juguetes o de ropa me orientaban como antes. No veía el camino. Además los puestos temporales que ponían en medio de los amplios pasillos en nuevos lugares cada semana me despistaban más.
Para que nadie notara mi nerviosismo trataba de buscar la salida por mis propios medios. No me atrevía a pedir ayuda a nadie en ese lugar. En otra estación o en otro tiempo hubiera sido diferente. Sabía que había un puesto de revistas y de flores cerca de la entrada donde se formaban tumultos entre los que paraban a comprar, los que esperaban a alguien y los que entraban y salían. El viento se colaba por las puertas y se formaba una corriente de aire por la diferencia de temperatura del interior y del exterior.
Mi brújula interna estaba fatal. Cuando oía a la vendedora de periódicos, me iba tranquilizando. Llevaba tantos años pasando frente a ella a la misma hora que me reconocía pero se había dado cuenta de que algo iba mal. Desde hacía varios días había empezado a perderme en el mismo lugar; era casi siempre ella la que me indicaba la salida.
Esa última vez debería de estar ocupada con sus clientes pues no me vio. Alguien se acercó hacia mí y me tomó del brazo. Mi miedo aumentó; me solté rápidamente. Era un hombre que me proponía ayuda. Desconfié. No contesté y traté de escaparme pero era cada vez peor. Por todos lados me estrellaba contra los muros y no encontraba escape. Mis oídos buscaban cualquier índice que me sacara de allí.
Cuando ya casi me iba a poner a dar manotazos y a golpear a quien se acercara con mi bastón, oí a la señora salvadora gritar: «¡Tranquilo! Espeeeeeere, espere que lo vamos a ayudar». Era mi ángel de la guardia cuya voz venía de mi izquierda y por lo tanto la puerta debería de estar hacia mi derecha. Golpeando y rozando el piso de un lado al otro con mi bastón blanco tomé la dirección de esa puerta invisible y por fin sentí la corriente de aire que se colaba y golpeaba mi rostro. Su voz familiar se acercó a mi oído derecho, su perfume barato me llenó la nariz y su suave presión en el brazo me acompañó hasta que atravesé la puerta principal y estuve al aire libre, sano y salvo.
De ahí a mi casa fue fácil llegar. Ese mapa no se me había borrado. Nunca más volví a pasar por Príncipe Pío; iba a otra estación así fuera más lejos. Una asociación caritativa me regaló un perro amaestrado y con él y mi bastón ya no me pierdo más.
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