Viento caliente
jueves, 23 julio 2015
Hoy, con solo 28 grados centígrados, el clima parecía muy fresco dadas las temperaturas que hemos soportado. Antes era como si estuviera visitando en El Cairo las pirámides o en Omán un fuerte preislámico en medio del desierto con 35 grados a la sombra.
Por fortuna, anoche llovió por fin, refrescó el aire. Pude dormir la noche entera sin tener que levantarme a tomar agua o buscar sin éxito aire fresco por la ventana.
Antenoche fuimos a la ciudad vieja para un concierto de piano en el patio interior de la alcaldía de Ginebra. Hacía calor, como no. Eran las ocho de la tarde y teníamos unos 33 grados sobre la cabeza. En estos días lo mejor ha sido quedarse en casa con las persianas exteriores cerradas casi por completo, dormir la siesta y tomando agua, esperar como los vampiros, búhos y murciélagos que llegue la noche.
El concierto en Ginebra era de una joven virtuosa pianista italiana. Con sus veintidós años, Beatrice Rana es un prodigio que empezó a estudiar este instrumento a los cuatro años de edad. Su talento ha sido reconocido con varios premios internacionales. Disfrutamos obras de Bach, Debussy, Chopin y Ravel. En ese lugar abierto lleno de gente se transpiraba a pesar de los abanicos de verdad o improvisados con periódicos o programas del concierto. Eramos como radiadores eléctricos encendidos que competían con los proyectores sobre el escenario.
Cerré los ojos para disfrutar mejor la música. Creo que por momentos dormité dejando volar mi mente a lugares lejanos. Viajé por un edificio público en el centro de Bogotá en el que estuve hace muchos lustros. No recuerdo si era un ministerio o una biblioteca. Estaba en una sala enorme desde la cual se veía por grandes ventanas el techo cubierto de un patio interior y los corredores que le daban la vuelta completamente. No se veía el cielo pues el edificio subía muchos pisos más.
Abrí los ojos pensando en esos lugares que guardamos en la memoria como esa quesería que hubo en Ibagué en la Carrera 2 cerca de la iglesia de San Roque donde mi mamá compraba queso holandés o español de color amarillo. El vendedor nos daba a probar trocitos que no me gustaban nada. Como cambia el gusto con el tiempo.
Los puestos que ocupábamos en el concierto estaban bien situados para ver a la pianista. Un poco a la izquierda nos hubiera incomodado una columna. La mayoría de los espectadores eran personas mayores, es decir mayores que yo. Uno que otro joven o niño estaban como perdidos en ese lugar. A mi izquierda había una pareja con quien me topé cuando compraba las boletas. Bueno fue el señor quien se topó conmigo, atropellándome sin querer, se excusó y después me di cuenta de que era ciego. A él no le incomodaba la columna que tapaba la vista del escenario.
A fuerza de aplausos logramos sin mucha insistencia que tocara un corto bis que no reconocí. No soy experto en música clásica.
Salimos a la calle entre los primeros buscando el aire que faltaba al interior. Me quedé pensando cómo habría hecho un señor mayor que subió a su puesto ayudado de la mano por la joven acomodadora. No entiendo por qué una persona así no usa bastón.
El concierto duró de ocho y media a diez y media con un intermedio. No habíamos comido, pero tampoco teníamos mucha hambre y menos de platos calientes. Viendo en las terrazas vecinas comensales comiendo fondue de queso, pensé que deberían de ser turistas que cumplían con la lista de cosas por hacer en Suiza: probar esta comida típica. ¡Qué calor de solo verlos!
Caminamos hacia donde habíamos estacionado cerca de la sala del Alhambra en la calle Franck-Martin. La terraza de la pizzeria La Boursière estaba abierta y servían todavía. Nos sentamos cerca de la puerta. Muchas mesas llenas. Se oía hablar inglés, árabe, francés, quizás un idioma del este y en nuestra mesa, español. Un gaspacho y una ensalada italiana acompañados de vino rosado frío. El mesero parecía norteafricano pero por el acento quizás bien de los Balcanes.
Lo oí preguntar a unos jóvenes que terminaban de comer a mi espalda si les había gustado. «Excelente la pizza, sobre todo con la salsa picante», escuché. De reojo noté que terminaban las últimas gotas de una botella de vino rosado; no les vi la cara. Unas jóvenes bulliciosas entraron a preguntar en francés con acento inglés si había puesto para ellas. Salieron contentas a sentarse en otra mesa exterior. Pidieron pizza.
En esas, los jóvenes de la mesa de atrás salieron corriendo de repente como si los estuviera persiguiendo el diablo. ¡Se fueron sin pagar! Nadie los detuvo. Hablaban francés sin acento. ¿Serían suizos? El mesero quedó muy sorprendido cuando se dio cuenta. Dijo que nunca había visto algo parecido en su restaurante. A mediodía con todas las mesas llenas adentro y afuera, la gente suele dejar el dinero sobre las mesas sin problema y nada se pierde.
Serían las 11 y media de la noche. El viento caliente movía las hojas del único árbol plantado frondoso en medio de la plaza, rodeado de altos edificios. Quizás el calor trastornó a los jóvenes y el viento caliente los hizo correr de esa manera. Nosotros sí pagamos.
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