La sombra de lo que fue
domingo, 13 septiembre 2009
Se saludaron dándose la mano. Él sintió una mano pequeña de piel suave como con crema, que no apretaba mucho y que más bien se posaba suavemente sobre la suya casi indefensa. Ella sintió una mano grande y carnuda, de piel rugosa y seca como si tuviera callos, que la apretaba fuertemente pero sin dolor. Vivían en unas casas de dos pisos, con paredes medianeras, como hileras de ladrillos en un barrio de las afueras de la ciudad. Ella se había mudado no hacía mucho a la planta baja. Él vivía en la planta alta desde hacía más tiempo. Cada piso tenía una entrada independiente, como todas las casas idénticas de la cuadra. Atrás al fondo cada una tenía un patio no muy grande con su jardín, mientras que los apartamentos de arriba tenían una gran terraza dando al interior. Eran construcciones altas y frescas para el calor tropical que golpeaba a menudo con fuerza en la región.
Era la primera vez que se encontraban pero ya se habían insultado a través de los pisos. Ella golpeando el cielo raso desde abajo con el palo de una escoba para que él dejara de hacer ruido por la noche. Él desde arriba maldiciendo que su nueva vecina no lo dejara tranquilo como los anteriores inquilinos que de todas formas terminaban siempre por irse al cabo de pocos meses. Esta mujer era más resistente.
«¿Qué querrá esta señora?», pensó el vecino mientras la observaba y le devolvía su mano frágil. «¿Qué hará este tipo todas las noches que parece un terremoto bailando flamenco por todos los cuartos de su apartamento casi todas las madrugadas cuando ya estoy dormida?», pensó la vecina contenta de que le liberara su mano.
«Mire usted, me llamo Rebeca, soy su vecina de abajo. Disculpe mi mal genio, pero como me enfurece que me despierten en la noche, lo he insultado y he golpeado los muros con mi escoba para que se calle. No me aguantaba más. Por eso subo hoy domingo por la mañana, a ver si podemos arreglar este problema como gente civilizada», dijo la mujer.
«Entre usted, Señora Rebeca. Le voy a preparar un café. Sentémonos en la cocina. Todo se puede arreglar hablando tranquilamente. No se preocupe. Me llamo Saúl», contestó el vecino.
«¿Trabaja usted de noche? ¿Llega tomado? ¿Es profesor de baile? Explique por favor», interrumpió ella un poco ofuscada. El hombre se puso a preparar el café como si no fuera con él con quien hablara, explicando que llevaba mucho tiempo viviendo en esa casa y era la primera vez que un vecino subía a quejarse, que no era para tanto, que él era muy alegre, pero que no le parecía que fuera ruidoso e irrespetuoso del sueño de sus vecinos, que quizás eran pesadillas lo que ella tenía y soñaba con ruidos o de pronto era otro vecino de una casa de al lado quien la despertaba», comentaba Saúl mientras llenaba la cafetera, sacaba tazas, platillos, cucharitas, azúcar, crema, galletas y chocolates.
«¡No me tome del pelo que no soy loca ni tonta! No he llamado a la policía para no ponerme pesada, pero si sigue usted con tanto ruido me tocará denunciarlo. No entiendo. Es cierto que estos muros parecen de cartón y resuenan con cualquier golpecito, pero siendo una construcción más bien antigua, no debería ser tan insoportable», seguía Rebeca desesperada.
El vecino le explicó que trabajaba en una fábrica de cemento, que sus turnos eran variables y a veces le tocaba ir de noche, pero que él era cuidadoso al entrar a su piso, se quitaba los zapatos, se ponía pantuflas y trataba de no molestar a nadie, que no entendía el problema, que si volvía a suceder no dudara en subir inmediatamente aunque fuera muy tarde.
Saúl le contó además que su apartamento le parecía muy raro, que sospechaba que alguien entraba y le cambiaba de puesto los muebles, pero que nunca le habían robado nada. «¿No le pasa a usted lo mismo?», preguntó. «¡Ja, ja! Quien sabe si tendrá relación con una adivina medio bruja que cuentan que vivió en mi piso hace años. Leía el futuro en el naipe, en la ceniza del cigarrillo o en el cuncho del café con mucho éxito, pero un día la encontraron muerta. La casa estuvo vacía sin conseguir inquilino. Los que sabían no se animaban y los que no, duraban muy poco aquí debido a hechos extraños que los hacían mudarse. Yo no le pongo cuidado a esos inventos y supersticiones, pago un alquiler económico, no tengo problemas con el dueño y vivo feliz como buen solterón que soy. Las visitas que tengo sí son extrañas e inexplicables», añadió.
Parecía tan tranquilo y educado que Rebeca se fue calmando y terminaron hablando de otros temas y charlando sin enojos durante un rato. Rebeca regresó a su casa y se olvidó del caso durante unas semanas hasta que una noche a eso de las tres de la mañana volvieron los ruidos de su vecino y ella se enfureció de nuevo. Esta vez en lugar de gritar y golpear las paredes, salió al patio y se plantó en el fondo de su jardín para ver qué pasaba en el piso de arriba. Las luces estaban encendidas y la sombra de su vecino se movía sobre las cortinas cerradas brincando y bailando desaforadamente como un torbellino. «¿Será sonámbulo? ¿Estará loco?», se preguntaba.
Al cabo de unos minutos, como no había calma posible, se puso una bata y subió a golpear a la puerta de Saúl. El ruido era mayor que antes. Timbró y golpeó muchas veces antes de que le abriera. La sombra de su vecino recorría las paredes de la sala como volando pero Saúl no aparecía; en todo caso, ella no lo veía. Parecía como si esa sombra fuera una imagen proyectada, como sombras chinescas, pero ¿cómo y por quién? Gritó: «Señor Saúl, Señor Saúl», varias veces tratando de dominar su rabia. El hombre salió medio dormido de su habitación poniéndose la bata. «¿Qué pasa? ¿Qué pasa? ¿Estaba la puerta abierta?», preguntó por fin. En ese momento, Rebeca vio cómo la sombra que antes bailaba por todas partes se vino a esconder detrás de su vecino mimando todos sus gestos mansamente.
Rebeca se frotó los ojos y preguntó si él no había visto algo raro en la sombra. El hombre no entendía bien de qué le hablaba. Ella no quiso explicar nada, pidió excusas y se bajó a su apartamento. Presa de pánico se dijo que era ella la sonámbula y eran seguramente pesadillas lo que la despertaban, que lo que había visto era inexplicable y no se lo iba a contar a nadie. Entró a su cocina y se puso a preparar una tisana aromática para dormir. Se dijo que al día siguiente tomaría cita con el médico o el sicólogo.
El ruido de arriba volvió a empezar y ella de nuevo estaba furiosa, pero estaba muy despierta. No podía ser una pesadilla. Desde la ventana de la cocina veía las luces del vecino y algunas sombras que desde arriba bailaban sobre el piso de su patio. Sintió que la ventana del vecino se abría e inmediatamente una sombra humana cayó en mitad del patio y se puso de pie como si fuera la silueta de Saúl, el vecino. No tenía ojos ni color, pero estaba de pie mirándola fijamente. Desde arriba oyó a Saúl asomarse a la ventana y preguntar: «¿quién vive?» La sombra pareció voltear la cabeza hacia arriba y subió rápidamente por la pared hasta entrar al apartamento del vecino que cerró la ventana y apagó las luces.
Rebeca quedó petrificada. Llamó por teléfono a la policía para quejarse del ruido pero al final no dijo nada y colgó. Al cabo de pocos días se fue a vivir a otro lugar sin volver nunca más a pasar por ese barrio pues quería olvidar la extraña historia de esa sombra aunque fuera un sueño o realidad.
3 comments
Muy bueno. Muy inspirado buen domingo
Se me acaba de ocurrir que lo que pudo ver la pobre Rebeca es el virus de la gripe A (H1N1). ¡Je, je! ;-)
Parece que existen sombras maléficas que se las arreglan para desalojar a la gente ...es lo que dicen algunos .
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