domingo, 22 noviembre 2009
Encuentro fantástico (4)
Esa tarde no teníamos trabajo. Ángela me había pedido que la acompañara a Chapinero a una diligencia para su tía en el Edificio Libertador y aprovechar también para encontrarse con Alejandro a devolverle el libro de topología con la excusa de que se habían confundido con los libros al despedirse. Lo había llamado con remordimiento al día siguiente de nuestra excursión a los Andes. Me sentía tan incómoda como Ángela con los planes de Nancy por más de que nos dijera que el hurto era menos grave que el robo, que para qué dejaban las cosas en cualquier parte sin vigilancia esos hijos de papi, que no eran más que niños consentidos, que la culpa era de ellos.
Las tres nos conocimos cuando trabajábamos en la misma zapatería hacía como seis meses, pero después la única que siguió en la misma fui yo. Ellas consiguieron mejores puestos en la competencia. A mi papá no le gustaba que yo trabajara, mas como no le alcanzaba la plata para mantenernos a todos ni para mandarnos a la universidad, se había conformado. Lo que sí no quería era que trabajara de muchacha del servicio en casas de familia por la desconfianza en los hombres que pudieran acosarme o abusar de mí. Mis planes eran de ahorrar e inscribirme a la universidad para estudiar contabilidad por la noche. Estaba tratando de convencer a Ángela o Nancy de hacer lo mismo.
Ángela había llegado recientemente de la costa con su tía Mercedes y Nancy lo que quería era irse para Estados Unidos o casarse con un hombre joven y rico. Nada era fácil para las tres. Ricardo manejaba un taxi de su padre que tenía varios para alquilar pero que le exigía mucho pues decía que sus hijos tenían que aprender a trabajar duro como le había tocado a él.
La cita con Alejandro era enfrente de la iglesia de Lourdes a las dos de la tarde. La sorpresa fue encontrarnos con que había ido acompañado con Emilio. De ahí nos invitaron a tomar algo en la cercana pastelería Cyrano. Como nos entendimos bien, nos propusieron que fuéramos a jugar bolos al lado de la iglesia. Nosotras nunca habíamos probado ese deporte. ¡Qué divertido! Se nos pasaron las horas sin darnos cuenta. Me encantaba que Emilio me cogiera la mano para explicarme cómo había que enviar la bola para hacer moñona. Al comienzo se nos iba por la canal o le dábamos golpes muy fuertes al parquet, pero al final ya estábamos dominando la situación. Lástima que nos dimos cuenta de la hora y que nos tocó salir corriendo a tomar el bus a eso de las seis de la tarde. Ellos querían llevarnos pero no nos atrevimos a revelarles nuestras direcciones tan lejos de sus barrios de clase alta al norte de la capital.
«¡Viste, viste!, Gloria. Es increíble el parecido. A veces me sentía hablando con mi hermano gemelo. ¡Qué impresión!», me dijo Ángela apenas nos subimos en el bus. «Sí, pero hablando de otras cosas. A mí me encantó su amigo, Emilio. Esa barba, ese cuello todo velludo. ¡Parece un oso! Esos ojos verdes, esa tez morena, ¡esas nalgas!», contesté entusiasmada. «Sí, me di cuenta de que el venezolanito estaba muy interesado en ti. Mientras tanto yo me sentí con Alejandro como jugando con un hermano que nunca tuve. Cómo es la vida, ¿no?», me comentó. «¿Sabes? Emilio quería que le diera mi teléfono, pero no quise. ¡Si supiera que no tengo teléfono en casa y que nos toca salir a llamar de una cabina telefónica! Al final insistió en darme el suyo y me hizo prometer que lo llamaría pronto. Tengo una idea, Ángela. ¿Lo invitamos a la fiesta de tu amigo costeño del próximo sábado? Vamos con Ricardo y Nancy en su taxi y así podremos quedarnos hasta más tarde. Después nos quedamos a dormir en tu casa, ¿ah?», le propuse. «¡Listo! Mi amigo costeño estudia en la Nacional y me molestaba cuando vivíamos en Barranquilla. ¡Qué bueno que lo encontré de nuevo aquí en Bogotá!», dijo sin dudarloy añadió «Alejandro me propuso que fuéramos a cine. Dice que están pasando El regreso de la Pantera Rosa, Atrapado sin salida y Rollerball que no ha visto todavía. Quedamos de ir el sábado por la tarde. Podríamos estar los cuatro primero en cine y después en la fiesta, ¿no?».
Seguimos hablando sin parar hasta que me tocó bajarme en la Caracas con Jiménez para cambiar de bus y llegar a Fontibón antes de la hora de comer para que mis padres viéndome juiciosa me dejaran salir el sábado. Eso de ser mayor de edad solamente a los veintiún años y tener apenas veinte era aburrido.
domingo, 15 noviembre 2009
Encuentro fantástico (3)
Camino de la biblioteca central donde esperaba encontrar un lugar tranquilo para leer un poco a Dostoievsky, me crucé con Karina. Estaba furiosa pues había perdido el libro de psicología y lo necesitaba para su examen. La vi tan contrariada que me dieron muchas ganas de ayudarla. Le propuse acompañarla. Dijo que seguramente se le había quedado en la cafetería de su facultad donde estuvo antes de ir a la biblioteca. Lo bueno de estar con ella además de pasar un rato agradable era poder conocer a sus amigas de microbiología entre las cuales había muchas mujeres bonitas. Karina me gustaba pero además de que era madre soltera y la perspectiva de tener que lidiar con hijos de otro no me interesaba, ya estaba muy ennoviada con Emilio, un venezolano que, al contrario de mí, tenía mucho éxito con las chicas.
Durante una huelga universitaria nos hicimos muy amigos los cuatro: Karina, Emilio, Alejandro y yo. Sin proponérnoslo los tres andábamos detrás de ella y solo uno fue el elegido. Nos conocíamos desde la clase de algebra lineal en la que nos tocó lidiar con multiplicación de matrices entre otras operaciones de cálculo vectorial. Creo que fue esa materia la que me hizo pasarme de ingeniería industrial a derecho.
Mientras caminábamos entre los altos eucaliptos aproveché para cambiar de lado los libros escondiendo los títulos para evitar chistes idiotas como los de Alejandro. Por más de que estábamos acostumbrados a subir y bajar escaleras todo el día a 2600 metros de altitud, dada la velocidad con la que andábamos, llegamos jadeantes al edificio de Las Monjas. La cafetería olía a café y cigarrillo. En un rincón del fondo estaba Emilio jugando ajedrez con otro estudiante que yo no conocía. Cerca de la puerta un grupo de cinco o seis muchachas estaba en plena conversación. «¡Oye!, Pedro. Ven a intercambiar chistes con nosotras. ¡Je, je, je!», me dijo una de ellas. Claro, contando chistes yo sí tenía éxito y era un buen truco para conocer nuevas amigas. «Ahora vuelvo», les contesté.
Karina miró por todas partes sin encontrar su libro y luego me dijo: «¿Será que me lo robaron?». «Si no hubo violencia ni intimidación, no hubo robo. En tu caso podría tratarse de hurto que tiene menos gravedad desde el punto de vista del derecho. Es posible que lo hayas perdido y alguien te lo entregue o lo deje en la biblioteca», expliqué. «¡Tú y tu terminología de leguleyo. Para mí es igual. No tengo el libro ahora y lo necesito para el examen. ¡Maldita sea! Me tocará pedir prestado uno en la biblioteca», exclamó. La dejé ir sola a preguntar al responsable de la cafetería y la vi acercarse a Emilio que estaba muy concentrado en sus jaques y mates.
Me uní al grupo de amigas de las cuales en realidad solo conocía a dos. «Pedro, échate uno de esos chistes de pastusos que te sabes», dijo Beatriz. «A ver, ¿por qué los pastusos usan solamente la letra te en sus agendas de teléfono?», pregunté. Después de pocos intentos infructuosos de respuesta, les contesté: «Pues porque escriben teléfono de Antonio, teléfono de Joaquín, teléfono de Manuel, etc.». Cuando se calmaron las risas, añadí enseguida: «Se muere el marido de una pastusa y se acerca un amigo a la viuda y le dice: lo siento. Ella contesta: No, mejor déjalo acostado». También conté este: «dos pastusos vinieron a Bogotá a comprar un carro. Preciso compraron uno Volkswagen. Cuándo regresaban e iban por Cali, el carro se les apagó. Uno se bajó a revisar el motor y cuando abrió la parte de adelante, dijo: Oiga, nos robaron el motor. El otro abrió la parte de atrás y dijo: No, qué brutos, ¡si nos hemos venido en reversa!». Así pasamos un rato contando chistes yendo poco a poco a los más verdes, pues en el grupo había un par de muchachas muy divertidas que no se quedaban atrás y contaban unos más subidos de color.
Por fin cambiamos de tema para hablar de las clases, de los profes, de las próximas vacaciones y de los planes para el fin de semana. «¿Quieres ir con nosotras a una fiesta el sábado próximo?», preguntó Beatriz. «Pero solamente si llevas a tus amigos Alejandro y Emilio», dijo otra, muy descarada e interesadamente.
En esas quedamos. Me dieron las señas del lugar, una residencia de universitarios entre la universidad Javeriana y la clínica Marly, quedamos de llamarnos el sábado para darnos cita en un lugar cercano. Viendo la hora avanzada y la urgencia por adelantar la lectura de mis libros, decidí irme a almorzar a casa, ya que estaba claro que si me quedaba en la universidad no iba lograr a concentrarme. Ni siquiera me di cuenta cuando Emilio y Karina salieron de la cafetería. Ya tendría tiempo de llamarlos para proponerles el plan de rumba pactado.
domingo, 08 noviembre 2009
Encuentro fantástico (2)
«¡Afánate!, Ángela. Tenemos que irnos pitadas de aquí antes de que se den cuenta y nos cierren las puertas. Ricardo nos está esperando en su taxi en la esquina de la 19 cerca del Colombo-Americano. ¡Pilas, pilas!», me dijo discretamente Nancy cuando llegó con Gloria a buscarme a la plazoleta. Las tres compinches bajamos hacia la entrada principal de la universidad abriéndonos paso entre los estudiantes. Las escaleras del edificio de la biblioteca central y de la facultad de letras nos parecieron muchísimo más largas que al subirlas. Atravesamos el torniquete de la puerta principal y seguimos bajando hasta llegar a la estatua de la Pola. Nos quedaba media cuadra para llegar al carro que acababa de prender Ricardo al vernos venir desde lejos. Jadeantes de la carrera ya sentadas tratamos de recuperar la respiración y de contabilizar el botín. Cuatro libros cada una; no estaba mal para una primera vez. «Tranquilas, tranquilas que ya están a salvo», nos dijo Ricardo mientras nos reíamos de los nervios.
El taxi siguió en dirección de la Avenida Jiménez y giró por la carrera décima hacia el sur. A la altura de la calle décima nos bajamos las tres después de agradecer a Ricardo por su ayuda y de darle cita por la noche en un bar cercano. Nancy nos llevó por las calles llenas de vendedores ambulantes y de transeúntes hasta una librería conocida de libros viejos donde vendimos los de química, matemáticas, informática, sicología y literatura a buen precio sin que nos preguntaran por su origen. Solo yo no quise vender el de topología que le había hurtado a Alejandro; lo guardaría como recuerdo o de pronto hasta me serviría de excusa para volver a encontrarme con él. Repartimos el total de la venta en cuatro partes iguales; Nancy le entregaría a Ricardo, que era su novio, una de ellas. Nos despedimos prometiéndonos planear otra operación similar en alguna otra universidad bogotana. Me disculpé de no poder acompañarlas esa noche pues tenía que entrar temprano a casa a ayudar a mi tía en algo.
En realidad no me sentía muy bien después de esa aventura. No entendía por qué había aceptado y me había dejado convencer de mis amigas. Me habían dicho que esos jóvenes eran hijos de papi y que hurtarles los libros era como quitarle un pelo a un gato, mientras que a nosotras, tan necesitadas, el dinero recuperado nos serviría mucho más. Que en los Andes diríamos que éramos de la Javeriana, en la Javeriana que éramos de la Tadeo, en la Tadeo que éramos de los Andes y así sucesivamente, pero que no iríamos a la Nacional o a otras universidades más populares pues allá los estudiantes no eran nada ricos y sería un pecado quitarles lo poco que tenían.
Yo trabajaba en una zapatería de mi barrio, el Restrepo, pero ese día tenía libre, me había vestido muy bien para pasar desapercibida en medio de los estudiantes. Las tres trabajábamos cerca. Nancy que era la más pilla vivía en el barrio Egipto y Gloria, en Fontibón. Yo había quedado huérfana muy pequeña y fue Mercedes, la mejor amiga de mi mamá, que en cierta forma me adoptó, ocupándose de mí como si fuera su propia hija.
En el trayecto, el bus se iba transformando a medida que la gente subía y bajaba, pues si alguien viajando de norte a sur, de un extremo al otro de la línea, hubiera visto desfilar a lo largo de la interminable avenida Caracas casi todas las clases sociales del país en esa ciudad cosmopolita. La única constante hubiera sido la música de la radio que indefectiblemente estaría sintonizada en una sola emisora bulliciosa según los gustos particulares del conductor probablemente amante de rancheras mexicanas, vallenatos costeños, tangos argentinos o música de carrilera o de cantina.
En ese trayecto, estuve reflexionando sobre mi vida y sobre el encuentro tan extraño que había tenido con ese doble masculino que me dejó súper impresionada. ¿Cómo era posible que dos personas que no tenían nada que ver entre sí se parecieran tanto? Tendría que hablar con mi tía Mercedes al respecto. Me bajé en la calle 27 sur y me dirigí a casa pasando cerca de la iglesia del Divino Niño Jesús. Al llegar una mujer negra me abrió la puerta: era la tía Mercedes.