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domingo, 18 marzo 2012

Caídas tontas

NV-IMP797.JPGFuera de los deportistas que se tiran al suelo para alcanzar un balón o tumbar a un contrincante o los yudocas o los bailarines acrobáticos, las caídas no son inteligentes. Cuando uno es niño se puede caer sin mayores consecuencias. No es muy pesado, no cae de muy alto, tiene huesos cómo de caucho. Recuerdo una caída por culpa de un perro. Estábamos jugando en la calle con un grupo de niños, corríamos de un lado a otro y en una de esas el perro de un amigo se me atravesó sin que me diera cuenta y me hizo caer entre la acera y la calle. Por fortuna era un barrio tranquilo, sin mucha circulación de automóviles. Me paré furioso con ganas de darle un golpe al animal pero me calmé rápidamente pues todos me hicieron caer en la cuenta de que no tenía sentido hacerle daño.

Me alegro de que de adulto las caídas se enrarezcan. Aprendiendo a esquiar me di unos buenos tortazos sin consecuencias. Uno de ellos me dejó un dolorcito al lado de una rodilla que cuando jugaba tenis terminaba por impedirme terminar los partidos. Los médicos no lograron curarme ese dolor que me aparecía después de un esfuerzo físico intenso. Por fin hace unos años un osteópata lo acabó manipulándome los huesos de la cadera y la espalda.

Hace años en la oficina corrí de un despacho vecino al mío para contestar al teléfono, con tan mala suerte que la manga de mi camisa se enredó en la manija de la puerta. La inercia del cuerpo me llevaba hacia delante mientras que la puerta me impedía avanzar. Para no caer tuve que usar los músculos de los muslos con tanta energía que uno de ellos se lesionó y pasé varias semanas cojeando. Estaba frágil por ejercicios de natación que practicaba regularmente en esa época. Fue durante el verano y tenía una camisa de manga corta, amplia, fresca y resistente pues la manga se rasgó muy poco.

Otra vez subiendo con un café en la mano por las escaleras de mi trabajo, me tropecé en el último peldaño y sentí que iba a terminar en el piso. Tuve tiempo de darme cuenta y en lugar de caer de frente, aproveché para tirarme al piso teniendo cuidado de mantener la tasa de café horizontal. Terminé de espaldas en el piso del descanso pero salvando el café que solo salpicó unas pocas gotas.

El más reciente me sucedió hace dos semanas. Esta vez subía muy cargado con el PC portátil en la espalda, un maletín lleno de libros de árabe en el hombro derecho y una cartera en el hombro izquierdo. Por no agarrarme a la baranda de la escalera, al tropezar otra vez con el último peldaño me fui hacia delante. Si no hubiera llevado tanta carga, no habría perdido el equilibrio. Esta vez los maletines que llevaba en los hombros fueron los culpables de tirarme por inercia hacia el piso. Caí de rodillas. Me levanté de inmediato. Llegué adolorido a mi escritorio para sentarme y descansar del golpe. Durante varios días estuve con las rodillas resentidas pero ya pasó. Ahora me puedo reír de lo tonta que fue esa caída.

Hasta que a uno no le pasa en carne propia no aprende la lección. Por eso he vuelto a la sana costumbre de agarrarme de la baranda de las escaleras pues para eso se inventaron. Veo tanta gente caminando hacia atrás (como mujeres bailando tango pero sin parejo) mientras hablando con alguien sin fijarse si hay algún peligro que los haga caer o gente por escaleras automáticas sin agarrarse de la baranda y corriendo el riesgo de que un corte de corriente o un fallo técnico haga que de repente la maquinaria se detenga y ellos se vayan de bruces. Es mejor ser prudente.

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