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jueves, 21 octubre 2010

Inconcluso de la esfinge

NV-IMP696.JPGLa espera en esa ciudad lo estaba volviendo loco. Tenía que ir a Gaza para vender farmacéuticos pero no lograba conseguir los permisos necesarios para franquear el bloqueo. Había llevado todos los documentos que le exigían tanto egipcios como israelitas, mas siempre había alguna traba y le decían que tenía que volver al otro día. La ciudad ruidosa, el tráfico de automóviles intenso, el calor agobiante, el hotel mediocre y la lentitud del acceso Wifi a la Internet lo deprimían. Menos mal la comida salvaba la situación.

Salió a dar una vuelta por la ciudad para tomar fotos y distraerse. Su cara inconfundible de gringo atraía todos los vendedores o amigos de vendedores por donde pasaba proponiéndole recuerdos cairotas. Al comienzo contestaba que no en inglés, después pasó a rechazar en árabe, después negaba con la cabeza y sonreía, mientras sus depredadores probaban suerte hablándole en francés, alemán o hasta ruso sin conseguir que él dijera algo. Con esa táctica estuvo por fin en paz.

Andaba en el separador central de la calle Qasr el Ainy tomando fotos de las fachadas viejas y mugrientas cuando un ruido más fuerte que de costumbre lo hizo voltear a mirar. La sorpresa fue grande al ver un auto encaramado sobre el separador a pocos metros de distancia. Las bocinas de los carros aumentaron de intensidad. Él y otros peatones se acercaron a ayudar a la joven que había perdido el control de su vehículo, quizás evitando un choque, y había quedado atascada sin poder salir. Entre todos poco a poco lograron bajarlo de nuevo al pavimento con la buena suerte de que no se había roto nada por debajo y ella pudo continuar su camino. Fue el hazmerreír de todo el grupo, menos del gringo que estaba más bien ofuscado de pensar que hubiera podido estar en el hospital por culpa de ella.

Regresó al hotel para escoger las mejores fotos. En una de ellas una joven con un velo rojo en la cabeza le tomaba una foto a él con su teléfono o eso le parecía. Siguió mirando fotos y en varias estaba la joven como si lo estuviera siguiendo. Extraño, pero para tranquilizarse se dijo que no podía ser más que una coincidencia que trató de olvidar. Recordó sin embargo que días antes había tomado fotos de una manifestación de mujeres frente al Ministerio de Sanidad. Las había visto rodeadas por un cordón de policías repitiendo a gritos lo que una líder decía con un megáfono. Le había parecido una manifestación pacífica y ordenada al fin y al cabo. Volvió a mirar las fotos y descubrió que la mujer del megáfono era la misma que había aparecido en sus últimas fotos. Cada vez más raro en realidad.

El teléfono de su habitación sonó de repente. Una voz femenina le dijo en inglés que si quería ir a Gaza más rápido, fuera esa noche al restaurante Estoril en la calle Talaat Harb a las ocho en punto, pero colgó sin dejarle tiempo de responder.

Se quedó acostado en la cama pensando en la situación. El calor y el cansancio fueron más fuertes y lo hicieron dormir durante un par de horas. Lo despertó una pesadilla. Había soñado que estaba en el desierto visitando las pirámides de Giza en camello detrás de muchos turistas. Vio a la joven de la foto sentada en el camello que iba delante del suyo. Lo volteó a mirar. De repente la silla se soltó del animal y la joven junto con su compañero de infortunio cayeron estrepitosamente al suelo, dejando a la joven tirada retorciéndose del dolor por el golpe que se dio en las nalgas desde esa altura al caer sobre una piedra.

Decidió alistarse para ir a la cita misteriosa de esa noche. Se duchó, se arregló y tomó un taxi. El lugar era escondido. Quedaba en un pasaje alejado de la calle. Resultó ser un sitio acogedor, con decoración agradable y sin demasiados clientes. Se sentó en una mesa central pero con la espalda a la pared. Pidió una cerveza Saqara y un plato de puré de garbanzos. No sabía por dónde aparecería la joven. Se dijo que con esos velos se veían todas tan parecidas que seguramente las mujeres de sus fotos eran todas diferentes. Había muchos jóvenes en varias mesas. Entró una joven sin velo y se quedó mirándolo, le sonrió, pero no le puso cuidado; se sentó en una mesa alejada, donde un amigo la esperaba, y se pusieron a conversar; de vez en cuando se cruzaban miradas pero no era ella.

Cayó en la cuenta de que la música suave que se oía eran tangos argentinos. En ese momento, el mesero vino a entregarle un recado. Era una tarjeta blanca con un mensaje en inglés que decía: «lo siento mucho. No puedo ir al restaurante, pero me puede encontrar en el Club Suizo esta noche en una milonga de tango argentino. Queda cerca de la calle Sudan en el límite entre los barrios Mohandessin e Imbaba. Allá lo espero. Me reconocerá por el velo rojo de siempre».

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