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domingo, 30 enero 2011

Siglo nuevo, vida nueva

NV-IMP718.JPGDesde que su padre le dijo «Olvida esas ideas. Eres una mujer. No necesitas estudiar ni trabajar. Siempre tendrás todo lo que necesites aquí en casa», la vida de Jacqueline cambió. Tras la muerte de su madre y poco antes la de su hermano sepultado por un alud de nieve mientras esquiaba con amigos ingleses en los Alpes, ya nada era como antes, una vida fácil y feliz en una familia rica y próspera sin necesidad de estudiar ni preocuparse por el futuro.

La madre de Jacqueline había quedado muy perturbada al perder a su hijo. Ese día iba a rezar a la iglesia como consuelo a su dolor. En medio de tantos carros y coches no vio ni oyó venir el tranvía que la atropelló. Seguramente pensaba en su hijo mayor desaparecido.

El padre de Jaqueline era viejo; podría ser su abuelo. Le llevaba más de veinte años a su esposa. Su mentalidad de mediados del siglo recién acabado no soportaba la velocidad con la que cambiaba el mundo destruyendo lo que siempre había conocido. Jacqueline quería libertad sin restricciones. Su padre, no, especialmente desde su viudez y sin su hijo mayor que estaba preparando para heredar los negocios.

«Quiero empezar a trabajar fuera de casa y ser independiente, papá», fue lo que se atrevió a decirle cansada de que el viejo la mantuviera cada vez más encerrada. Antes podía ir con sus amigas a cualquier parte, le encantaba bailar, se la pasaba oyendo su música preferida en la radio, leía poesía, soñaba con príncipes azules, pero lo que más disfrutaba eran las fiestas en casa de su tía Claire, una viuda de un diplomático inglés que sabía moverse en el mundillo mundano de la capital. Era su modelo, una mujer viajada y con ideas revolucionarias desde el punto de vista de Jacqueline. Al padre de Jacqueline no le gustaban las ideas de su cuñada. Temía que por su culpa conociera a cualquiera de esos intelectuales haraganes aprovechados que no le darían una vida como él esperaba.

Por eso cuando su padre le dijo que no trabajara, Jacqueline salió furiosa a pasear el perro al parque. Iba echando chispas con el perrito faldero de la mano derecha y un parasol blanco en la izquierda. En la boca del metro en medio de la multitud se encontró con su mejor amiga Jeanne y se desahogó contándole sus cuitas. «Tu padre no puede entender nuestra forma de pensar. Ya está acercándose a los setenta mientras que nosotras nacimos en los años noventa. ¿Cómo puede ver el mundo con los mismos ojos que nosotras a los veintiuno? Ven a trabajar conmigo. Estoy encantada trabajando en telefonía. Hay mucho que hacer. Estamos buscando empleados. La oficina queda aquí al lado. Es un oficio de futuro. Ya eres mayor de edad. Vente a vivir conmigo. Cuando se dé cuenta de su soledad, cambiará de idea. Estoy segura», aconsejó Jeanne.

Jacqueline había soñado desde niña que el nuevo siglo le traería muchos cambios al planeta, el fin de las guerras y de la pobreza, nuevas oportunidades; empezar la segunda década del nuevo siglo sin ver mejorías la estaba desesperando. Seguro que el viejo quería casarla con el hijo de algún amigo ricachón de la alta sociedad para que sus negocios siguieran prosperando. Ella no estaba de acuerdo; quería libertad. «Tienes razón, aquí y ahora es el momento de cambiar. Este nuevo siglo es para nuestra liberación. Nos lo agradecerán nuestros nietos. Por algo estamos en París, la Ciudad Luz, y hoy es treinta de enero de mil novecientos once», concluyó.