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lunes, 13 julio 2009

Oído distraído

NV-IMP461.jpgMe tocó escuchar sin querer una conversación en el tren entre un joven de diecinueve años y un señor de unos sesenta más o menos. Nos subimos al mismo tiempo en Lyon. El joven entabló conversación con su vecino de puesto debido a que el tren se iba a dividir en dos en medio del camino y una parte iría hasta Ginebra y la otra hasta Evián. Para no arriesgar terminar en otro destino, el joven preguntó y se aseguró de que estaba en el vagón correcto. Yo estaba leyendo o escribiendo en el PC, no recuerdo. El joven era argentino pero había vivido casi toda la vida fuera de su país. Hablaba muy bien francés, estudiaba medicina en Montpellier. Dio la causalidad de que su vecino era un médico también que iba a visitar a una hija en la montaña suiza. Ellos hablaban y yo los escuchaba más o menos distraídamente.
Al cabo de un rato la conversación se tornó filosófico-teológica. El joven era muy creyente y convencido de la existencia de Dios. El viejo era muy pragmático y decía que cuando una persona moría, el cuerpo no tenía más sensaciones y era imposible tener una percepción del mundo. El joven seguía con su concepción del mundo creado, de la prueba de la existencia de Dios por Descartes o San Agustín. El otro decía que la religión había sido un invento genial de la humanidad para controlar y dominar las masas, pero que había que sobrepasarla pues estábamos viviendo otros tiempos. El joven decía que el darwinismo no era contradictorio con la doctrina de la creación del mundo, le parecía que la vida no tenía sentido sin un Dios. El viejo le explicaba que uno de niño aprendía todo lo que le enseñaban los padres como si fuera un dogma y no se cuestionaba nada, que con el paso de los años le era muy difícil despegarse de todas esas creencias pues era como si se traicionara a su familia y a la enseñanza que había recibido; le preguntó al joven que cómo se imaginaba a Dios, si era un ser con cuerpo, brazos, boca. El joven indignado le hablaba de sacrilegio, que había cosas que no se podían poner en duda. Le faltó hablar de pecado mortal, de excomunión y sacar un crucifijo para exorcizar a su vecino. Sin embargo, nunca perdieron la calma, cada cual guardó su posición y se despidieron muy amigablemente. Me divertí oyéndolos y ver cómo uno puede cambiar de manera de pensar con los años. Me sentí muchísimo más cercano del médico viejo con su racionalismo y realismo optimista que del joven entusiasta y dinámico con deseos de conocer el mundo pero aferrado a dogmas demasiado grandes para su cerebro y un cuerpo tan humano y animal.