domingo, 21 noviembre 2010
Nobleza obliga: micronovela
La ida fue en avión. Esa mañana acababa de cumplir veinticinco años, iba a cambiar de vida, quería triunfar para demostrar a su familia que ella era capaz y que no haber terminado una carrera no era desastroso pues el mundo también era para los ignorantes. A ahorrar y enviar dinero para que su madre construyera una casa y para que su hija estudiara por procuración lo que ella no quiso. La primavera florecía.
El regreso fue en barco. Esa noche estaba por cumplir sesenta años; el tiempo había pasado. Su futuro estaba a su espalda. Una vida de altos y bajos transcurrida en un dos por tres. Durante tantos años solo había vuelto cuatro veces por pocas semanas. Entre los escasos pasajeros había un joven que le recordó a ella misma decidida a conquistar el viejo mundo y vencer molinos de vientos. Un joven ecologista etnógrafo que iba a estudiar el modo de vida de los indígenas en el parque Tairona. El otoño estaba por terminar.
El punto de no retorno lo había pasado en el mediodía de su vida cuando cumplió cuarenta y pico. Vio con claridad sus patas de gallo. La montaña rusa de su existencia la había paseado por toda Europa, limpiando pisos, fregando platos, amando por dinero o soñando por encargo. Viviendo en varias capitales europeas, la telaraña de la comedia humana no tenían misterios para ella.
Tras varios maridos y demasiados amantes, unos ricos y aburridos, otros aventureros, apuestos e intrépidos pero menesterosos, todos explotadores de su juventud, belleza exótica e ingenuidad aparente, se dijo que era hora de tomar juicio; dejó droga, alcohol y sus excesos para ver cómo arraigarse en algún árbol genealógico de abolengo para envidia de sus amigas más hipócritas.
Su familia encallada en su tierra natal siempre contaba maravillas inventadas de esa hija única que vivía en Europa codeándose con lo mejor de esas sociedades, pero se callaba las dificultades que en realidad sufría. ¿Para qué darle gusto a envidiosos y chismosos?
Malicia indígena no faltaba, inteligencia no sobraba, belleza todavía quedaba y de experiencia diabólica y maquiavelismo tenía reservas. ¿Cómo entrar al círculo cerrado de la gente de linaje y de éxito? Los chismes de la revista Hola le quedaban fuera de alcance, el mundillo del cine y televisión estaban cerrados, la familia real y la nobleza se movía a alturas inalcanzables, la política no era su fuerte, estaba aparentemente condenada al círculo cerrado y vicioso de los inmigrantes latinoamericanos en la Madre Patria.
Tomando cerveza con tapas en una bulliciosa taberna de la Plaza del Sol tuvo por fin la idea luminosa para realizar su cometido. Se ocuparía de viejitos solitarios madrileños hasta encontrar el que tuviera apellido exótico y escudo de armas reluciente para usurpar su identidad como si fuera un familiar olvidado.
No quería dinero, sino renombre y presunción de grandeza. Al menos tendría un sueldo regular. Regresaría a su tierra natal solo con la gloria de un nombre que diera envidia, que le abriera las puertas de la alta sociedad.
En la bodega del barco llevaba como botín una mudanza completa de muebles antiguos incluyendo retratos al oleo de familiares falsos y claro está escudos de armas con certificados de autenticidad correspondientes. Ya no era la simple Maruja Rivera sino doña María de la Santísima Trinidad Rivera y Dominguín, marquesa de Valdepeñas. Tomaría posesión de una casa colonial comprada por Internet en el centro histórico de Santa Marta cerca al mar. Estaba harta de los fríos inviernos europeos. Lástima que sus padres habían muerto y que su hija se había escapado sin dejar rastro años atrás con un aventurero buscando fortuna en Estados Unidos.
Pasó años cuidando viejitos. Cuando se daba cuenta de que el viejo de turno no tenía suficiente pedigrí, cambiaba de casa. Por fin llegó a la de un señorito de ochenta años, don Alfonso Dominguín de Valdepeñas, que tenía en su sala un árbol genealógico inmenso que remontaba a épocas visigóticas. El hombre no tenía familia, pero sí ahorros suficientes de hombre de negocios aristocráticos. Un derrame cerebral le había dejado medio cuerpo paralizado pero su cabeza funcionaba suficientemente bien para ser autónomo a su manera. Vivía tranquilo en su vieja casa en un ambiente detenido a comienzos del siglo XX. Los promotores inmobiliarios, suspirando por convertirla en un edificio más como los que la rodeaban, ansiaban como buitres la muerte del anciano.
Desde un comienzo Maruja y Alfonso se entendieron. Ella le contaba la historia de su vida o relatos de ultramar de amoríos imposibles. Sus esperanzas de regreso se fueron reduciendo pues don Alfonso recuperaba asombrosamente su salud como si la presencia de Maruja fuera un remedio. Veinte años tuvo que esperar hasta que la víspera de su centenario muriera por fin el viejo noble. Ya nadie en el vecindario se acordaba que era una empleada; pensaban que era un familiar. Aunque sintió tristeza, se alegró de poder por fin recuperar cuados y muebles que él había prometido donarle cuando muriera incluyendo el hermoso árbol genealógico. La sorpresa fue descubrir que el señorito la había nombrado heredera universal de sus bienes materiales y sobre todo de su título nobiliario. ¡Casi se muere!
La llegada a Santa Marta fue menos impactante de lo que imaginaba. Un noble de más o de menos importaba poco para el país revuelto en guerras civiles y problemas económicos. Un periodista pasó a entrevistarla para la crónica social del periódico regional que nadie leía. Sus amigas de juventud se habían muerto o mudado o ya ni se acordaban de ella. El jueguito de dárselas de familia de alta alcurnia terminó por aburrirla a pesar de que la sociedad se interesaba por saber detalles de su vida en España. Entonces decidió una vez más cambiar el rumbo de su vida y se fue a buscar al joven etnólogo a la selva tropical para ver si por fin encontraba sentido a su existencia pasando el invierno de su vida en un medio natural y naturista precolombino.
15:45 Anotado en Cuentos | Permalink | Comentarios (2) | Tags: ficción, vidas