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sábado, 16 enero 2010

Más cara (2)

NV-IMP592.JPGCarmenza entró saludando a unos y otros mientras iba en dirección a la cocina para dejar el plato de pescado cerca al horno de microondas. Algunos se reían de verla así disfrazada de gallo, otros no la reconocían o no la conocían y la miraban con curiosidad. Antonio trataba de seguirla saludando a un payaso por aquí, a un gladiador romano por allá, a una pantera rosa por allí y así sucesivamente. Había muchos invitados.

Patricia estaba en la cocina muy ocupada con una olla muy grande de sopa espesa. La revolvía con un cucharón de madera enorme. Se saludaron de beso. Patricia era francesa. Antonio se presentó en un francés nada fluido con un acento español muy fuerte. «Sírvenos una sangría, Antonio. Por favor», le dijo la dueña de casa mientras las dos amigas se saludaban y hablaban de sus vidas pues no se veían a menudo.

La francesa era una etnóloga relativamente conocida que viajaba mucho, investigando sobre la vida de pueblos autóctonos en países tropicales. Había regresado de Panamá con muchos datos para un nuevo libro. Siempre volvía con recetas culinarias novedosas aprendidas de abuelas indígenas, con ingredientes difíciles de conseguir, pero que ella traía en su maleta. La sopa era una poción de los indios embera en la provincia del Darién a base de ñame, otoe, maíz, yuca y un poco de hongos alucinógenos.

Antonio regresó con las tres sangrías y al poco tiempo ya andaba pasando de grupo en grupo conversando con corredores de bolsa, abogados, carteros, desempleados, publicistas, artistas, escritores, cineastas y tantas otras personas que se divertían charlando en ese amplio apartamento tipo loft desde lo alto del edificio con vista a las pistas del aeropuerto de Cointrin y las montañas del Jura. El paisaje estaba casi completamente cubierto por un manto de nieve que lo hacía silencioso.

Todos los convives eran jóvenes de treinta a cuarenta años. Al cabo de un rato Antonio llegó a la conclusión de que la mayoría tenía en común su soltería y el rechazo a tener hijos. En cada rincón se oían idiomas diferentes: francés, alemán, italiano, inglés, español, ruso y otros que no reconoció. Con su francés rudimentario y sus vagas nociones de inglés logró conversar a pesar de algunos malentendidos por falsos amigos que hicieron reír varias veces. La noche iba a ser larga.

10:14 Anotado en Cuentos | Permalink | Comentarios (0) | Tags: ficción, fiestas, disfraz, nieve

domingo, 10 enero 2010

Más cara (1)

NV-IMP588.JPGTenía patas de gallo y mucha labia. El disfraz le quedaba genial. Verla con las plumas de colores y sus patas que se hundían en la nieve daba risa. Nadie quería parar a recogerla, pero ella no perdía los ánimos pues el frío era intenso y el autobús estaba atrasado. No podía ir en su carro ya que el frío no lo había dejado arrancar. ¡Qué idea la de Patricia de haber organizado una fiesta de disfraz en enero con este invierno tan crudo! Como era su cumpleaños, no había otra fecha. Por una vez que el cumpleaños caía en sábado y sus amigos podrían ir. Un alma caritativa se apiadó del gallo que echaba dedo en el paradero del bus y se detuvo. Ni corta ni perezosa, Carmenza no esperó a que el conductor le preguntara para dónde iba. Abrió la puerta y se instaló cómodamente, aunque con el disfraz fuera difícil. El chófer era un joven que le parecía conocido.

«Si me deja cerca de Grand-Saconnex, le agradecería mucho, señor. El autobús no llega y me estoy muriendo de frío», dijo mientras se ponía el cinturón de seguridad. «Bueno, lo que yo quería era saber cómo se va a Ginebra. No hace mucho que vivo por aquí y con esta nieve, no reconozco el camino. ¿Cómo supo que hablo español?», contestó el joven. «Por la placa de su automóvil. Yo también soy de Madrid. Bueno, en realidad no soy de Madrid, pero vivo allí. Creo que nos conocemos, ¿no? Le muestro el camino. Siga derecho», dijo Carmenza. «Me llamo Antonio. Trabajo en la pescadería del supermercado. ¿Será ahí que me ha visto?», contestó. «Claro. Ya me decía yo que lo conocía. Esta mañana le compré pescado y aquí lo llevo preparado. ¿Se acuerda? Voy y vengo de Madrid según el trabajo que me salga. Tengo una fiesta de disfraz esta noche. Si quiere venir conmigo, no hay problema», explicó Carmenza sin parar de hablar.

Le contó en pocos minutos toda su vida como si fueran viejos amigos que no se habían visto hacía tiempo y quisiera ponerlo al corriente de todo lo sucedido en esos años. Las calles blancas, la nieve que caía sin parar y la circulación lenta hicieron el recorrido más largo. Antonio no entendía cómo una persona podía ser tan confiada en un desconocido. «Tengo que comprar un regalo para mi hermano que está de cumpleaños y quiero enviárselo por correo el lunes próximo. ¿Dónde queda Balexert?», explicó Antonio. «Ya es demasiado tarde. Aquí los almacenes cierran más temprano los sábados. No te queda más remedio que venir conmigo a la fiesta de disfraz. Te presto una capa y un antifaz que tengo en este bolso y listo», replicó Carmenza.

El joven no sabía muy bien qué hacer pero al fin se dejó convencer con tanta labia de su pasajera. Se estacionaron cerca de unos edificios altos de apartamentos. Se puso la capa y el antifaz que era en realidad una pañoleta negra con unos huecos para los ojos. El gorro con visera encima del antifaz lo hacían parecerse al Zorro de estilo moderno o juvenil. La nieve en las aceras les dificultaba el paso. Por fin llegaron a la entrada, tomaron el ascensor y subieron al penthouse. «¡Qué bueno el calor!», dijeron los dos. Al abrirles la puerta y entrar, se sintieron como en medio de un circo: payasos, cazadores, robots, animales, fantasmas, brujas y todo tipo de disfrazados se divertían bebiendo, comiendo y hablando.

08:00 Anotado en Cuentos | Permalink | Comentarios (0) | Tags: ficción, fiestas, disfraz, nieve

viernes, 07 agosto 2009

La finca de los Camacho

NV-IMP476.jpgQuedaba cerca de Viotá, un pueblo cundinamarqués de tierra caliente. Estaba cerca de Anolaima, Apulo y Tocaima, a unos noventa kilómetros de la capital, con una temperatura promedio agradable de 25 grados. Mis padres tenían allá a unos viejos amigos, los Camacho. El padre era médico y su esposa tenía una farmacia o más bien droguería pues había mucho más que remedios. Eran padrinos de bautizo de uno de mis hermanos. La amistad debió de ser muy vieja; no sé si del tiempo en que vivimos en otro pueblo de la región, La Florida.
Ellos tenían tres hijos, todos hombres, y nosotros éramos seis hijos. En las vacaciones cuando vivíamos en Ibagué o Bogotá, solíamos ir de vacaciones a esa finca que tenían en Viotá y donde vivían todo el tiempo. Muchas veces pasamos las fiestas de fin de año en reuniones de mucha gente con baile y música y, claro está, comida típica.
Son recuerdos agradables de paseos en el campo, montar a caballo, ir a ver ordeñar las vacas, oír las gallinas y gallos sueltos por el patio, ver muchos pavos reales, piscos, gansos, turpiales, perros, gatos, sentir picadas de mosquitos y estar rodeados de muchos árboles frutales tropicales, especialmente de mango. Una vez me pequé una comida tan grande de mangos que estaban súper maduros que terminé con dolor de barriga y enfermo.
A veces había paseos al río donde nos bañábamos y comíamos y hasta se bailaba pues no faltaban los músicos. Como yo era el menor de mi casa, no siempre encontraba con quién jugar, pero me divertía a mi manera. Mis hermanos mayores sí se iban a ayudar en las labores de ganadería. Se levantaban antes del amanecer para participar en el ordeño. Los desayunos eran como almuerzos a eso de las nueve de la mañana cuando regresaban cansados del trabajo de vaqueros.
Con el paso del tiempo las reuniones se hicieron todavía más grandes pues los hijos se fueron casando y teniendo hijos. En una de esas fiestas se oyó el ruido de alguien que se había rodado por las escaleras. «¿Quién se cayó?», gritó el Doctor Camacho. «El hijo de Clara», contestó uno de mis sobrinos. Suponemos que pensó que con tanto niño, si hubiera dicho su nombre, no lo hubieran reconocido.
Un año viejo en que estábamos todos preparándonos para la fiesta, mandaron a los hombres mayores al pueblo a traer no sé qué cosa que faltaba. Tocaba ir en carro pues siempre quedaba lejos. Las horas pasaban y no regresaban. Las mujeres y los niños estábamos listos pero nada de nada. Cómo no existían los teléfonos celulares, no había forma de contactarlos. No sé si fue antes de o justo después de medianoche que volvieron muy entonados los señores explicando que habían parado en casa de unos amigos en el pueblo y que no los habían dejado salir hablando y ofreciéndoles trago. Esa nochebuena las mujeres estuvieron muy furiosas y creo que la fiesta se aguó.
El tiempo, la vida y hasta la muerte nos fue alejando. No hace mucho supe que el doctor murió hará dos años, después de haber cumplido 100 años de edad.
http://viota-cundinamarca.gov.co/nuestromunicipio.shtml?a...