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sábado, 28 diciembre 2013

Pásenla por inocentes

ficción,fantasía,locuraA los diez años ya sabía que tenía algo raro en el cuerpo. Cuando corría o jugaba fútbol sentía como si en vez de cerebro tuviera unas piedras enormes por dentro que chocaban entre sí y le daban dolor de cabeza. A veces no podía dormir pues sentía palpitaciones en las sienes como si fuera a estallar un volcán interior. En otras ocasiones veía todo chiquitico como si estuviera mirando el mundo a través de unos prismáticos puestos al revés, como si fuera un microscopio, como si en lugar de ojos tuviera ventanas desde donde unos hombrecitos minúsculos controlaban su cuerpo que no era más que un robot gigante.

Las palpitaciones de su corazón lo ponían nervioso. Pensaba que tenía una bomba de tiempo programada para estallar de un momento a otro. Los ruidos de sus intestinos eran como cascadas interiores que rugían triturando los alimentos. Todo ese movimiento interno lo indisponía. Lo peor era cuando en su mente aparecían conflictos y contradicciones. Estaba convencido de que eran los hombrecitos minúsculos que no se ponían de acuerdo y no lo dejaban decidir tranquilo. Ni el yoga ni la meditación pudieron calmarlo, ya que la sensación de tener otro ser vivo dentro lo invadía cuando sentía su propia respiración y el pulso de su sangre en las extremidades. La piel se le erizaba de figurárselo, pero era peor pues los pelos moviéndose sobre la piel de gallina le daban repugnancia.

Por suerte tenía períodos de calma en los que olvidaba su cuerpo y podía ocuparse del mundo exterior. Era pintor y artesano. Tenía éxito. Vendía en un par de semanas cuadros de la selva y animales salvajes tallados en madera que había preparado durante varios meses para los turistas de la gran ciudad. Compraba provisiones y regresaba al bosque donde vivía solo en medio de sus duendes y fantasmas. Llegó a pensar que todos los humanos eran robots manejados por hombrecitos que los manipulaban desde dentro. Por eso no le gustaba mirar a nadie a los ojos.

Todo me lo contó en mi consultorio médico adonde me lo habían llevado desmayado. Estuve a punto de enviarlo a un manicomio. Al auscultarlo me sorprendieron los sonidos que hacían su corazón y pulmones. Nunca había escuchado el ruido de la selva en mi estetoscopio. Me explicó que tenía una opresión en el pecho que le dificultaba respirar. Se abrió la camisa y me mostró un forúnculo enorme que palpitaba amenazante.

Saqué un bisturí, desinfectante, algodón y gaza. Me puse guantes y una mascarilla que me cubría boca y nariz. Mis gafas me protegían los ojos. Le debía de doler mucho pues al palparlo se estremeció. En el momento en que corté la piel con el escalpelo, se abrió su pecho como un volcán y salieron volando bandadas de pájaros exóticos de mil colores. El pobre hombre se desinfló como un globo frío. Su cara tenía una expresión de alegría y descanso. Lo último que abandonó su cuerpo inerte fue un grupo de hombrecitos minúsculos que saltaron de sus ojos y corrieron a escaparse por debajo de la puerta. En segundos su piel inerte se fue encogiendo como si fuera elástica convirtiéndose en una nube de mariposas rojas. Todo desapareció por las rendijas de la ventana de mi consultorio. Titubeando del susto me fui a echarme agua fría en la cara y al mirarme en el espejo descubrí un grupo de hombrecitos minúsculos que me miraban y me siguen mirando, espiando y manipulando a través de la ventana de mis ojos.

23:03 Anotado en Cuentos | Permalink | Comentarios (2) | Tags: ficción, fantasía, locura

domingo, 08 julio 2012

Sueños en tecnicolor

NV-IMP810.JPGMi amigo Francisco tiene un cuarto mágico. Vive en la casa de sus padres que ha convertido en residencia de estudiantes. Tiene tantas habitaciones y espacio que todavía le sobra campo para más jóvenes. Se nota que lo estiman, pues el ambiente es muy agradable. La última vez que lo visité lo vi más viejo, pero con el mismo buen humor de siempre. Era un pueblo tranquilo que quedaba a las afueras de la capital, ahora convertido en un barrio más de Bogotá que se traga todo en su expansión.

Estuvimos tomando café y recordando el tiempo de la infancia cuando jugábamos por ese caserón imaginando mundos fantásticos. El cuarto que más me gustaba era uno que ellos llamaban de San Alejo, donde guardaban en un desorden increíble lo que no usaban pero que podría servir, lo que usaban rara vez o muebles que los habían aburrido y estaban guardados para olvidarlos y volverlos a sacar cuando los vieran otra vez como nuevos.

Le pregunté qué habían hecho con todo lo que tenían guardado en ese cuarto de corotos. Me dijo:

  • Ese es el único lugar que está intacto desde que éramos niños. Lo mantengo cerrado con llave. Nadie tiene derecho a entrar, ni siquiera para la limpieza. Poco después de que tú y tu familia se fueron a vivir a Cali, Natalia, mi hermana menor, murió accidentalmente jugando ahí dentro. Fue atroz. Desde entonces, nadie más ha entrado.

Me dejó sorprendido. Le pedí que me dejara ir a ver para recordar nuestros años de infancia en los que jugábamos a los vaqueros, a policías y ladrones, a cazar los gatos de la casa como si fueran tigres, al escondite, a montar en triciclo por los amplios corredores de la vieja casa como si estuviéramos en carreras de fórmula uno. Lo dudó un momento, pero me tendió las llaves diciendo: «aquí te espero».

La puerta muy alta tenía un candado enorme. A esa hora casi no había nadie en casa. Pensé que por falta de uso la llave no funcionaría. Con paciencia la forcé un poco hasta que aflojó. Las ventanas estaban cerradas. Entré en la oscuridad y cerré detrás de mí.

No tuve necesidad de encender la luz. Mis ojos se acostumbraron rápidamente a la tenue luz multicolor que salía de cada objeto. Todo era de colores como fosforescentes. Parecía que tuvieran instalaciones de Navidad escondidas alumbradas por el piso. Curiosamente no noté polvo ni telarañas, pero se oían extraños llantos y risas infantiles.

No se parecía en nada al cuarto que conocí de niño. Ningún mueble viejo, ni maletas, ni baúles, ni pilas de libros, ni ropa colgada a la vista. Lo que llenaba el espacio eran juegos infantiles: muñecos de felpa, animales fantásticos dormidos, soldados de plomo, caballos de madera. Todo parecía vivo; como respirando. Era como ver una ciudad de noche desde lo alto de una montaña.

No tuve miedo. Al contrario, el ambiente difundía una sensación de paz. El cuarto tenía dimensiones más grandes de las que recordaba. Al atravesarlo por completo, vi una ventana cerrada que dejaba pasar la luz exterior por unos agujeros.

La curiosidad me empujó a abrirla. Entraron rayos de sol con mucha fuerza. En lugar de ver el solar o el patio interior de la vieja casa o la calle aledaña, me topé con un panorama de la ciudad de París pero de los años cincuenta. Me encontraba en lo alto de uno de esos edificios típicos parisinos del Sacre Coeur o de Monmartre contemplando los techos plateados, la Torre Eiffel y la ciudad en plena actividad. Parecía sacado de una postal o de una película de época colorizada o en tecnicolor. Tenía toda la pinta de una película de dibujos animados hiperrealista.

¿Qué hacer? ¿Cerrar la ventana, salir corriendo de ese cuarto hechizado y no decirle nada a nadie? ¿Salir por la ventana y dar una vuelta a ese mundo lejano y regresar después a contarlo? ¿Ir a buscar a mi amigo? De nuevo la curiosidad ganó. Salté por la ventana sin mirar atrás.

Ahora estoy en esta ciudad francesa maravillosa viviendo esos años de reconstrucción, de boom económico, de grandes esperanzas y de nuevas ideas. Lo malo es que perdí el camino para regresar a la ventana, para entrar al cuarto de aquella casa. Aquí estoy encerrado en este mundo artificial que parece un dibujo animado y que me está matando.

21:37 Anotado en Cuentos | Permalink | Comentarios (0) | Tags: sueños, fantasía, ficción

domingo, 30 octubre 2011

Luna de queso

NV-IMP780.JPGMi más hermoso viaje fue cuando visité la Luna hace cuarenta años. Vivía en Estados Unidos y trabajaba en la NASA pero no sabía que yo podría ir a la Luna. Mi familia era y sigue siendo siempre de grandes viajeros desde tiempos antiguos. Mis ancestros viajaron y exploraron todos los rincones del mundo atravesando océanos acompañando los más famosos exploradores como Marco Polo, Ibn Battuta o Cristóbal Colón.

Yo estaba trabajando en secreto con los barrenderos y escuchaba los preparativos para explorar la Luna. Todos los miembros de mi familia han sido curiosos y valientes. Es por eso que me interesé en esta misión y me escondí en el cohete Apolo. Nadie me vio. Desde la ventana vi la Tierra cada vez más pequeña y azul. Al contrario, la luna se veía cada vez más grande y blanca. Como todos sabemos, en realidad la Luna está hecha de queso y aire. ¡Esto es un paraíso para los ratones y las ratas! Por eso estoy aquí desde hace tanto tiempo, pues no viajé solo. Vine con mi familia de ratones y ratas. ¡Vivimos felices!