martes, 22 octubre 2013
¿Cómo aprendí a leer?
Muy buena pregunta, Mayti. Antes de interesarme por la lectura y escritura, lo que me gustaba era dibujar. Con que me dieran papel y lápiz, yo era feliz pintando. Los elogios de mi familia me motivaban a dibujar más. A veces una tía o mi abuela me proponían que escribiera las vocales o palotes, pero me parecía aburrido. Me gustaba que me leyeran, sobre todo las historietas que salían en el periódico, en blanco y negro entre semana y en colores los domingos.
Recuerdo que en ese tiempo de feliz analfabeta encontré el cuaderno de tareas de mi hermano, cuatro años mayor que yo, tentadoramente abierto y me puse a dibujar en él. Llené dos páginas de garabatos. Por supuesto, me regañaron.
No sé si fue antes o después de esa pilatuna que un día que mi hermano estaba juicioso haciendo sus tareas y yo jugando a su lado, le pregunté qué hacía. Me dijo: «esta tarea; léela». Cuando cayó en la cuenta de que yo no sabía leer, se sorprendió y empezó a explicarme el sistema de las letras, vocales, consonantes y el desciframiento tipo mamemimomú. La lección no duró mucho pues él quería terminar su tarea para poder irse a jugar, pero me picó la curiosidad y las ganas de leer.
Aprendí en serio en la escuela con una cartilla llamada Alegría de leer. Fue la primera cartilla de muchos niños colombianos. Tenía una doble página por cada letra del alfabeto, desde las más fáciles a las más difíciles. Frases como «Mi mamá me ama. Amo a mi mamá. El burro va al molino» nos hicieron aprender poco a poco la lectura y la escritura. Con solo ver su carátula me recuerda mis años infantiles. El salón de clase era grande con muchos pupitres y niños. Los olores y sonidos reaparecen todavía muy vivos en mi mente. Recuerdo las numerosas manos levantadas para pedir la palabra y contestar a las preguntas de la maestra.
Cuando por fin supe leer, no paraba de descifrar cuanto letrero y aviso veía en la calle. Parecía una cotorra. Jugábamos con mis hermanos a decir una palabra que habíamos visto y los demás a descubrirla en medio de la selva de letras de las publicidades. En ese tiempo los anuncios de los almacenes eran perpendiculares a las fachadas y hasta el almacén más pequeño podría tener el aviso más grande.
Esa sensación de descifrar mensajes secretos con los primeros pasos de la lectura me encantaba y me sigue gustando. Quizás por eso disfruto aprendiendo idiomas extranjeros. Leer avisos en ruso o en árabe y descubrir palabras nuevas es maravilloso.
miércoles, 16 octubre 2013
El diablo no es diablo por diablo
Érase cuatro compinches recién graduados que empezábamos la vida activa en esos años juveniles. Ya no me tocaba estudiar como en los últimos semestres de la carrera. El sueldo me permitía darme gusto yendo a fiestear los fines de semana sin mayores restricciones. Estaba estudiando francés, dictaba clases de programación informática en la universidad y participaba en proyectos de investigación aplicada. Andaba siempre en el carro que mi hermana me prestaba, a tal punto de que mentalmente creía que era mío.
Éramos pues dos parejas nada oficiales ya que los planes a corto plazo eran salir del país y no de compromisos serios. Nos divertíamos sin llegar a ser novios y así estaba bien. Fue un acuerdo implícito que en otras circunstancias no hubiera funcionado. Salíamos a charlar, comer y beber o a discotecas a bailar, sobre todo salsa que estaba tan de moda. Menos mal que nunca me metí en drogas más fuertes que el alcohol etílico, ni siquiera con el cigarrillo. Esa vez fuimos M., F., Y. (ellos se reconocerán) y yo a una taberna alemana al norte de la ciudad por los lados de la Carrera 15 con ochenta y pico. Con seguridad era una noche fría y lluviosa como solían ser las de Bogotá.
En la taberna nos encontramos por casualidad con un filósofo simpático, un estudiante de la universidad que no recuerdo si se había graduado o no. Recuerdo vagamente su cara con gafas y pelo rubio largo, pero no su nombre. La charla resultó tan amena que llegó la hora de cerrar la taberna y nosotros seguíamos debatiendo, no recuerdo sobre qué. ¿Del sexo de los ángeles, la apocalipsis, el materialismo, la revolución? El filósofo nos propuso que siguiéramos la charla en su casa. Nos miramos, dada la hora lo dudamos pero su insistencia nos empujó a aceptar la invitación.
No tardamos en llegar al apartamento de nuestro compañero. Nos instaló en la sala mientras iba a llamar a sus hermanas. ¿No sabíamos que estábamos en una casa de familia y que no era hora de armar fiesta ni de hacer ruido¿ Él debía de estar muy tomado para no darse cuenta. Nosotros nos reíamos nerviosamente pues a pesar de los tragos sentíamos que estábamos pasando los límites.
Supongo que quisimos irnos y dejarlos tranquilos, pero las jóvenes hermanas de nuestro anfitrión no tardaron en vestirse y salir a participar en la tertulia. Cuando nuestro filósofo puso música en el equipo de sonido, nuestra incomodidad se hizo palpable. Recuerdo que bailamos y que seguimos charlando y tomando, creo que whisky. Sus padres no salieron a protestar. ¿Estarían en casa?
Calculo que pasamos un par de horas en esa juerga. La madrugada estaba por llegar, nos despedimos y por fin tomamos rumbo a casa. Yo siendo el chofer tenía que ser muy prudente para no tener accidentes. Primero dejé a mi amiga en su casa y luego tenía que llevar a mis otros dos compinches a sus domicilios, pero estos viendo mi estado, me convencieron de que no manejara, uno de ellos tomó el volante y me llevaron a mí dormido en la silla de atrás. Recuerdo que me desperté frente a mi casa, con el día clareado. Les agradecí el haberme llevado y fui yo quien estacionó en el garaje mientras ellos se iban en transporte público a sus casas. ¡Qué locuras las que hace uno cuando tiene 22 o 23 años!
13:58 Anotado en Recuerdos | Permalink | Comentarios (0) | Tags: juventud, fiestas
domingo, 06 octubre 2013
El último
En un día frío, lluvioso y gris, como hoy, enterramos al último tininuya y con él a su idioma ancestral. Los dos se extinguieron el mismo día. Muy pocos fuimos al cementerio: las lingüistas especializadas en hablas en peligro de extinción que estudiaban su dialecto y yo que me ocupaba de recolectar sus memorias. Ellas eran las más tristes como los demostraban sus ojos rojos de tanto llorar. Yo me sentía traicionado.
El indígena vivía en una vieja casa de estilo colonial en un barrio antiguo pero que la frenética construcción de edificios residenciales estaba dejando sin rastro del pasado. Su casa se resistía sin oposición, mientras los gigantes de hormigón la desafiaban desde las alturas como si la fueran a pisotear en un descuido. El día en que murió los constructores se debieron de frotar las manos pensando en la torre que construirían en su última residencia.
El solar debió de ser un cementerio indígena por los huesos y las armas que encontraron enterradas el día que tumbó un árbol de aguacate y plantó unos guayabos. Había tantos cuartos como para alojar a una familia de diez hijos con sus tías, primos y abuelos además de los empleados. Un caserón donde terminó viviendo solo el indio.
Las lingüistas investigadoras de la universidad lo visitaban a menudo para grabar sus sonidos extraños con varios tipos de ka y muchas variantes guturales. Decían que el sonido fluía suavemente como el ruido del agua en los arroyos de montaña. No sabían muy bien cómo clasificarla en la lista de otras lenguas ancestrales en peligro: achagua, andoke, bora, cabiyarí, carijona, chimila, cocama, coreguaje, hitnu, miraña, muinane, nukak, ocaina, pisamira, sáliba, siona y totoró.
El hombre era un seductor que, aunque de apariencia para mí nada especial, lograba enamorar a las mujeres como por embrujo. Una tras otra iban cayendo en sus redes, pero a él lo que le interesaba era la fase de enamoramiento y conquista. Cuando llegaba a su fin, perdía el interés y se aburría. Era un solterón incorregible e irrecuperable. Cuando una de sus novias me contó su historia en una fiesta en el laboratorio, quise conocerlo y escribir su biografía para mis trabajos de antropología y etnología.
No fue nada fácil ganar su confianza para sacarle confidencias. Con ellas al contrario era muy locuaz. Había llegado muy niño a la ciudad. En ese entonces era un pueblo grande. Llegó con su madre y abuela que trabajaban en la casona vieja. La abuela solo hablaba tininuya, su madre hablaba español con dificultad, él siempre habló con ellas el idioma materno. Los patrones le dieron educación básica en la escuela pública donde aprendió a leer, escribir y contar. Era el hombre que hacía de todo en la casa. Había nacido en un lugar recóndito en la montaña cerca de donde los dueños de la casa tenían una finca en tierra fría. El pueblo tininuya ya estaba en peligro de desaparecer por el avance y absorción de la sociedad civilizada. Ya no podían resistir más.
Los alrededores de lo que ahora era un barrio residencial moderno, en esa época, eran una sola hacienda con mucho terreno agrícola. La casa era el centro con sus caballerizas y cocinas de leña y carbón. Los patrones eran descendientes de emigrantes piamonteses. Cuando la finca se parceló y comenzó a convertirse en barrio, los viejos repartieron los lotes como herencia para sus hijos, pero dejaron la casa vieja para el indio que habían visto crecer como si fuera un propio hijo y que nunca los dejó, ni siquiera cuando murieron su madre y su abuela.
Yo que tampoco quiero que se extinga la escritura manuscrita, iba los fines de semana con mis cuadernos para tomar nota de mis entrevistas con el indio tininuya. Tomábamos café, chocolate o aguardiente, según el humor del día, en el patio de la casa donde una jaula enorme encerraba pajaritos, loros y pericos multicolores tropicales con orquídeas y plantas exóticas. Al cabo de un tiempo empecé a dejar mis cuadernos en la casa para no tener que transportarlos de mi casa a la suya. Me dije que sería más práctico para consultar o corregir algún pasaje y que llegado el momento de ordenarlos, pasarlos a limpio y preparar el libro me los llevaría a casa.
Nunca supe exactamente qué edad tenía. Le calculo entre sesenta y setenta. Ni él mismo lo sabía. La víspera de su muerte, me dijo que iba a leer mis notas para decirme si valía la pena hacer algo con ellas. Esa semana no había querido recibir a las lingüistas. La sorpresa fue muy grande cuando, después de intentar verlo varias veces y viendo que él no nos abría, forzamos la puerta con ayuda de la policía y lo encontramos muerto. Se había suicidado y además había quemado todas mis notas. ¿Qué le habría disgustado de mi recopilación? ¿Qué lo empujó a terminar con sus días?
El día de su entierro llovía muy fuerte. Parecía que el cielo lloraba con las lingüistas la pérdida del hombre y su idioma. Ese día decidí no escribir nada sobre él, pero cada vez que llueve así, no puedo evitar recordarlo.