Ok

By continuing your visit to this site, you accept the use of cookies. These ensure the smooth running of our services. Learn more.

domingo, 05 agosto 2012

Milagros

NV-IMP814.JPGMe llamo Milagros, aunque mi padre quería llamarme Carmen por haber nacido en el día de su santo. Mi madre insistió en ponerme mi nombre porque precisamente había pedido a la Virgen de los Milagros que le concediera tener hijos pues parecía que fuera estéril. Al cabo del tiempo nací yo para alegría del hogar, seguida por mis siete hermanos.

No me gustaba ese nombre pero qué se le va a hacer. Tampoco me lo quiero cambiar. Resultó ser original y útil.

Cuando yo nací mi madre hizo una segunda promesa, esta vez al Sagrado Corazón, para pedir otro milagro. Resulta que su abuelo el coronel Protasio Pigoanza, héroe de la Guerra de los Mil Días y encargado de mediar con mucho éxito en Puerto Rico (Caquetá) entre los manifestantes de la crisis del caucho y el gobierno central, le confió un secreto en su lecho de muerte; era su nieta preferida. Le indicó que tenía escondido un tesoro de guerra, un cofre lleno de monedas de plata y oro, que se lo dejaba de herencia. Lo malo es que estiró la pata antes de explicarle dónde se hallaba exactamente.

Guardando el secreto, empezó a buscar por todas partes empezando por la finca donde había muerto el abuelo. Contrató a un radiestesista para que explorara todos los rincones. Fuera de descubrir una fuente de agua subterránea y una guaca indígena vacía, no logró nada.

Entonces mi madre reiteró la promesa comprometiéndose a llevarme a misa todos los domingos con el hábito de las carmelitas hasta que le llegara una indicación divina de dónde estaba el tesoro. El vestido era un hábito color, café de paño, con su capucha y cordón. Me tocaba ir descalza desde la casa atravesando el pueblo como si fuera a un suplicio.

¡Qué vergüenza! Era horroroso. No quería que mis amiguitos me vieran con ese disfraz. Me escondía para que no me vistieran así, pedía que fuéramos a la misa de seis de la mañana o escondía el hábito encima de los armarios o debajo de las camas pero siempre terminaban poniéndomelo.

Desesperada decidí deshacerme para siempre del bendito disfraz. Lo puse en un balde de aluminio, lo prendí con un fósforo, cerré la puerta de mi cuarto y me fui corriendo a jugar con mis amigas al parque. Como era una niña de ocho añitos, no tenía consciencia de las consecuencias de mis actos.

Al rato pasaron los bomberos y todo el pueblo se fue a mi casa para ayudar a apagar el gran incendio que yo había causado sin querer. La gente echaba agua en cuanto recipiente podía. Al cabo de tres horas de lucha por fin lograron apagarlo. La casa quedó destruida. Vivíamos como veinte personas en ella contando familia y sirvientes. De milagro no hubo muertos ni heridos.

En esa época no había las técnicas actuales para determinar la razón del siniestro. Nadie se imaginaba quién había podido comenzar esa catástrofe. Circularon todo tipo de rumores desde un corto circuito hasta un acto criminal de algún exempleado que se hubiera vengado por haber perdido el puesto o por envidias de la competencia comercial en el pueblo.

Menos mal que mi madre buscando recuperar de entre los escombros lo que pudiera servir, se topó con el famoso cofre de mi bisabuelo que nos salvó de la ruina y la pobreza.

Gracias a esa suerte milagrosa, la familia pudo disfrutar de una riqueza inimaginable y vivir en un palacete construido sobre las cenizas de la vieja casa. Eso sí, a nadie le he contado cómo comenzó el incendio. Para todos fue un verdadero milagro.

domingo, 01 abril 2012

Rafaela, con erre de rara

NV-IMP799.JPGLos niños corrían y gritaban por el parque pasando de un columpio a un torniquete o de un tobogán a un trepador. Los más pequeños jugaban sentados en la arena vigilados por sus madres. Era una tarde de sol primaveral propicia para hacerlos gastar sus baterías con la esperanza de que al regreso a casa se durmieran más temprano y dejaran reposar a los padres.

Desde lejos yo vigilaba a mi nieto de seis años que jugaba con un amigo de su escuela que acababa de encontrar. Cerca de mi banco dos mujeres hablaban animadamente sin perder de vista a los pequeños. Parecían disputarse lo que me hizo prestar oído a lo que decían.

- No te estoy pidiendo nada extraordinario. Hazlo por mí.

- No, no. A mí no me gustan los niños. Son insoportables con sus gritos, sus preguntas tontas, su curiosidad, su terquedad. No y no.

- Es solo por una semana, mientras voy a París para entrevistas de trabajo.

- ¿Y el padre dónde anda? ¡Pídeselo a él! ¿No tienes amigas?

- Ya sabes que no puedo contar su padre pues nos abandonó. No tengo a nadie de confianza. Tú estás jubilada, tienes tiempo. No seas egoísta.

- Tengo mucho que hacer. Además me lo pides de repente, sin darme tiempo de prepararme. No, es imposible. No quiero a los niños.

- ¿Cómo puedes decir eso? ¿No fuiste madre también?

- Eran otros tiempos. Me tuve que casar para poder salir de casa. No había métodos de contracepción como los de hoy. No se podía abortar legalmente. Me tocó aceptar ser madre y resignarme a soportar niños. ¡Qué horror!

- Estoy segura de que no es cierto y lo dices solo para escabullirte. En tu casa dejé un maletín con ropa suficiente y además en estas vacacione escolares no tendrás que ocuparte de llevarlo y traerlo de la escuela.

En esas el niño que jugaba con mi nieto se vino corriendo en dirección de mis vecinas.

- ¡Abuela Rafaela! ¡Abuela Rafaela! ¿Me traerás a este parque mientras mamá está en París? ¡Di que sí! ¡Di que sí!

- Sí, cariño. Tu abuela Rafaela te va a traer a este parque cuando quieras. Ahora me tengo que ir. Te llamo esta noche. Mi tren sale dentro de una hora y tengo que irme ya.

Las dos mujeres se despidieron. Rafaela a regañadientes agarró de la mano a su nieto y salió lentamente en dirección opuesta a su hija.

Mi nieto vino a verme pidiéndome también que lo trajera otra vez para verse con su amigo. Lo abracé con fuerza y le di muchos besos sin dejar de pensar en su amigo y su familia tan extraña.

domingo, 11 marzo 2012

Los mocasines naranja

NV-IMP796.JPGNo sé si ya lo conté en estas notas o en otro ciberespacio. Fue viendo la película Monsieur Lazhar que recordé esta anécdota infantil que me sucedió cuando tenía como siete u ocho años. A esa edad y en esa época los varones queríamos ser muy hombres y diferentes a las mujeres. Seguramente los comentarios machistas de los amigos o del ambiente social se me habían metido en la cabeza desde hacía tiempo sin ser consciente como hoy de lo banal de todo eso.

Los colegios no eran mixtos. Los niños estudiábamos en colegios separados salvo en kínder y en primero o segundo de primaria. En segundo yo estaba todavía en el Liceo Especial que era colegio de niñas y ya tenía ganas de que me pusieran en uno de varones. Era cuando nos decían que los hombres no lloran, que las muñecas son para las niñas y los carros para los varones.

Fue entonces cuando mi mamá me dio de regalo unos mocasines de color naranja, en cuero, muy bonitos y vistosos. Me parecieron raros y lo primero que pregunté fue si eran para hombre. Me aseguraron que sí, que no había ningún problema en ponérmelos. Empecé a usarlos. Creo que fueron los primeros mocasines que usé en mi vida. Me gustaban por lo práctico de no tener que hacer el nudo de los cordones.

A los pocos días tuve una gran sorpresa cuando en el patio de recreo me encontré con una niña que tenía puestos exactamente el mismo modelo. Me dio mucha rabia y cuando llegué a la casa dije que no me los volvería a poner pues eran para niña. Me trataron de convencer explicándome que los mocasines eran unisexo (seguro que no usaron esta palabra pues todavía no estaba de moda). Yo hubiera preferido irme descalzo con tal de no volverme a poner esos zapatos. Viendo mi terquedad me propusieron cambiarles de aspecto, que los iban a poner de color negro o azul oscuro con betún, ya que no querían perderlos estando casi nuevos. Acepté a regañadientes volver a ponérmelos pero de todas formas no me gustaban ya.

Claro que jugando en le recreo se pelaban y les salía de nuevo el color naranja. Quizás hasta lo hacía adrede para que se acabaran más rápido. En casa me los volvían a embetunar cuando me veían llegar con ellos todos manchados.

No supe cómo terminaron. ¿Los dejé de usar porque mi pie creció demasiado? ¿Los rompí de tanto jugar con ellos?

Desde lo alto de mi edad madura recuerdo esos tiempos como si fueran sueños, como si hubiera vivido en otro mundo. Me hubiera gustado estudiar en colegios mixtos como los de hoy y en una época sin machismos absurdos, pero pensándolo bien uno tiene que vivir la época que le toca. Es lo que hay.