domingo, 06 noviembre 2011
Al sur, al sur, al sur
«Siempre me gustó ir al sur, es como caminar cuesta abajo…»
El Señor de los Anillos
La ciudad me parecía inmensa y casi sin límites. Al menos mi mente no lograba abarcarla poniendo cada casa y cada calle en su lugar. En esa época era en realidad un pueblo grande donde todos nos conocíamos; bueno, los adultos parecían conocer a todo el mundo. Hoy la ciudad es todavía más grande con lugares que no lograría identificar a pesar de que estuve allí en otro tiempo. Lo sé porque a veces la diviso desde la montaña cuando estamos de patrulla en las cercanías.
Con toda seguridad me costaría trabajo orientarme si me llevaran ahora mismo con los ojos vendados a uno de sus barrios nuevos y al quitarme la venda tuviera que llegar sin ayuda al centro de la ciudad. Supongo que las montañas me darían algún índice. Supongo que si fuera de noche con cielo estrellado hasta encontraría el norte. Siempre he tenido buen sentido de la orientación y ahora lo tengo muy bien adiestrado.
Esa lejana vez tuve permiso por primera vez para recorrer solo y a pie la distancia que separaba los barrios altos del norte de los bajos del sur hasta el barrio de mis primos. Calculo que serían máximo dos o tres kilómetros. Las primeras calles me eran conocidas, ya que solía correr hasta la tienda de la esquina a comprar algún encargo de la casa o ir y volver de la escuela cuatro veces al día con mis hermanos. Las últimas cuadras también me eran familiares pues en ellas jugaba con mis amigos a los ladrones y policías, al fútbol o al escondite. Lo difícil sería el recorrido del medio pasando por la parte más comercial y concurrida de la ciudad con peligros y tentaciones que podrían distraerme fácilmente, además de que no pasaba por ahí tan a menudo.
Después de recibir todas las recomendaciones de mi madre, que se rindió ante mis ruegos convenciéndose a regañadientes que era hora de dejarme enfrentar esas aventuras sin compañía pero tras hacerme prometer que me iría directo y que la llamaría por teléfono apenas llegara, salí muy contento en ese domingo soleado y caluroso. Me imagino lo nerviosa que debió de haberse quedado. Recuerdo muy bien su cara que quería demostrar confianza y tranquilidad pero que a mí no me engañaba.
Eran como las dos de la tarde. A la hora de la siesta la actividad se veía reducida por el bochorno y la modorra. La ciudad parecía desierta. El calor del verano adormecía hasta los muros y los árboles. El pavimento se ablandaba atrapando las huellas de mis pequeños pies. Pasando por el centro, las vitrinas de los almacenes con sus juguetes para Navidad me hacían detenerme a cada paso. ¿Me llegarían los regalos que había encargado en mi carta al Niño Dios?
Cuando entré al barrio de destino muy contento, me topé con ellos. Estaban con vestido militar junto a un camión verde lleno de otros niños. Pensé huir pero era demasiado tarde. Era la primera vez que sucedía eso en mi ciudad. Lo supe tiempo después. Me atraparon y forzaron a subirme al vehículo. Me preguntaron nombre y edad y me regañaron por andar solo por las calles. Con solo verme en pantalón corto con mi cuerpo infantil hubieran podido adivinar que no llegaba a los nueve años. Me dijeron que me iban a llevar a la comisaría de policía para que mis padres fueran por mí.
Eran mentiras. Nunca más volví a mi ciudad en estos veinte años. La guerra civil no ha parado y no tiene pinta de acabar pronto. Supe que mi casa fue bombardeada hace como quince años y toda mi familia murió. Menos mal no supieron las atrocidades que he cometido. Aquí en la montaña he aprendido todo lo que un niño soldado debe saber para defenderse y para atacar al enemigo. Mi niñez no duró mucho. Ahora soy un comandante respetado. He decidido que no volveré nunca a mi ciudad aunque venzamos o seamos vencidos.
08:39 Anotado en Cuentos, Juego de escritura | Permalink | Comentarios (1) | Tags: ficción, guerra, infancia
viernes, 14 enero 2011
Reminiscencias
- Veo una cortina roja en el cuarto de mis padres con unas bolitas de tela colgando a los bordes. Me veo jugando en la cama para no dejarme poner la pijama. La cama es grande y está pegada a una de las paredes del cuarto. No sé si era el mismo cuarto pero también veo una cama más pequeña al lado. Recuerdo despertarme por las mañanas y quedarme oyendo el ruido de fondo de la casa ya en actividad y yo esperando que alguien venga a sacarme. A veces me despierto porque mis hermanos están hablando desde las camas de al lado. La casa parece inmensa. Todos los muebles son grandes y yo no veo lo que hay arriba de las mesas, repisas ni armarios. Desde el patio veo una rampa que lleva a la terraza pero a mí no me dejan subir; parece es peligroso. Nunca supe que había arriba. Desde el patio se veía el cielo y el tejado de la casa como esas viejas casas coloniales. Las diferentes puertas llevaban a los cuartos, al comedor o a la cocina.
- ¿Hay animales o solo personas?
- Creo que había gallinas en ese patio, quizás no todo el tiempo. ¿Había un gato? No recuerdo que hubiera perros.
- ¿Qué hay al exterior de la casa?
- Del lado de la calle quedaba el almacén de mi madre donde vendía artículos relacionados con la costura, como una especie de mercería, si recuerdo bien. Ella era modista y cosía con mucho éxito vestidos para damas. En un cuarto aledaño estaban las máquinas de coser. Los domingos el periódico traía un suplemento con tiras cómicas. Como yo no sabía leer, siempre le pedía a alguien que me las leyera. Alguna vez vinieron con la noticia de que habría cine al aire libre en la plaza del pueblo. Mis padres dejaron ir a mis hermanos acompañados de alguna empleada, pero a mí no; decían que yo era muy pequeño. Calculo que en ese entonces no tenía más de tres años de edad.
- ¿Tiene algún recuerdo desagradable?
- Una vez uno de mis hermanos mayores estaba clavando o desclavando unas tablas subido en una escalera mientras que yo jugaba en la misma pieza sin poner mucho cuidado a sus advertencias de que debería irme de ahí para evitar accidentes. Como si nos hubieran echado sal, una de las tablas se le escapó de las manos y aterrizó sobre mi cabeza escalabrándome. Todavía tengo la cicatriz en mi cabeza aquí. Al ver que chorreaba sangre, salió corriendo conmigo hasta la farmacia para que me auxiliaran. Menos mal no fue grave, pero me sirvió de lección para tenerle miedo a los que reparan cosas arriba de escaleras.
- Y ahora que le envío corriente a este otro lugar del cerebro ¿qué siente o recuerda?
- Curioso. Veo un grupo de personas en la plaza del mercado que preguntan a mi madre cómo seguía yo después del accidente. Me miran la cabeza y ven la gaza y el esparadrapo que me cubre la herida. Mi madre explica lo sucedido y ahora se ríe pero cuando pasó estuvo muy nerviosa y hasta lloró pensando que me había muerto. Ahora veo otro grupo de personas que se despide de nosotros. Es de noche y la casa está vacía. Nos vamos del pueblo. Varias personas lloran pero yo no entiendo lo que pasa. No sé si estamos en un tren o en un autobús. Arrancamos y mi madre que había sido muy fuerte hasta ese momento, se pone a llorar y yo preguntándole qué le pasa pero ella me consuela y me dice que no es nada.
- Interesante. Veamos qué pasa si estimulo este otro punto.
- Ahora es música lo que escucho. Son rancheras mexicanas que salen de una cantina del pueblo o del radio de un autobús. Canciones viejas que hace muchísimos años no escuchaba. Me hacen cantar y se ríen de ver que ya me sé esas canciones a fuerza de oírlas, pero como no entiendo muy bien el significado, he deformado la letra y salen cosas muy chistosas.
- ¿Alguien lo ha llamado por su nombre o ha visto un nombre escrito en alguna parte?
- No, nadie usa nombres en estas conversaciones. Oigo decir mamá, papá, mijo, el niño, usted, yo, la niña, señor o señorita, pero ningún nombre propio. Ahora me vienen recuerdos olfativos. Sí, son perfumes de flores, olor a cocina, cigarrillos encendidos o pólvora.
- Lo lamento mucho, pero no avanzamos nada desde hace días. Por más de que buscamos en su memoria, no logramos descifrar quién es usted ni cómo llegó a este hospital psiquiátrico. Para mí, usted no está loco, simplemente ha perdido la memoria reciente y de manera selectiva. Tocará que aprenda a seguir viviendo así. Con un poco de suerte, un día de estos volverá su memoria como antes y descifraremos sus secretos o quizás aparezca algún familiar o amigo que le ayude a recordar. No se desespere.
miércoles, 04 noviembre 2009
Cómo comer un banano
El banano fue mi fruta preferida de niño, quizás por su facilidad en comerlo, quizás por lo dulce y por las variedades que había. Sigue siendo una fruta que me gusta pero menos que antes; ahora según la estación prefiero una mandarina, un albaricoque, una manzana o cerezas y claro, cuando voy a Colombia prefiero comer frutas que aquí no se consiguen como la curaba, al guama o la pomarrosa.
Si la variedad de banano era la llamada bocadillo, esos muchos más pequeños como miniatura, lo que hacía era comérmelo como una puré haciéndolo salir por la punta como si fuera un tubo de crema dental o de leche condensada. En el colegio nos gustaba llenar de agua la cáscara vacía y ofrecérselo a otro niño fingiendo que estaba intacto y sorprenderlo espichándolo como una pera de caucho y lavándole la cara. Al cabo de un tiempo, nadie caía en la trampa.
Había otra variedad llamada banano manzano que tenía un sabor a manzana o el banano popocho que era más regordete. No recuerdo los nombre de tantas variedades.
A mí gustaba cuando compraban un gran racimo de bananos que se iba madurando y yo iba comiendo diariamente uno o dos, siempre los más maduros. La cáscara se iba poniendo amarilla y cuando ya tenía pecas era que estaba en su punto. Siempre había alguien que se comía el banano quitándole completamente la cáscara de una sola. A mí me gustaba salir de la casa para el colegio a eso de las dos y media de la tarde con un banano que iba pelando poco a poco e iba comiendo con gusto ya fuera solo o acompañado. Al cabo de unas dos cuadras ya era hora de tirar la cáscara vacía. Lo normal era ponerla en algún basurero callejero o en la cuneta, pero de pícaro a veces lo que hacía, si nadie me estaba viendo, era tirarla hacia atrás sin mirar donde caía imaginándome que alguien iba a pisarla y deslizarse. Me gané algunos regaños de algún adulto que me vio efectuando la pilatuna y afortunadamente dejé la costumbre.
Una vez mi abuelo viendo que el racimo de bananos se consumía demasiado rápido para su gusto me dijo que no me los comiera tan rápido. Entonces con mi mentalidad infantil decidí que no comería más bananos y durante varios días no toqué uno solo. El abuelo al darse cuenta que yo estaba sentido por su observación me dijo que comiera de nuevo, que se iban a dañar, que no lo tomara así. Es una anécdota que quedó en la familia. Los niños reaccionan muy raramente a veces, son muy susceptibles o demasiado consentidos.
08:00 Anotado en Recuerdos | Permalink | Comentarios (1) | Tags: infancia, frutas