Ok

By continuing your visit to this site, you accept the use of cookies. These ensure the smooth running of our services. Learn more.

jueves, 30 septiembre 2010

La primera vez que...

NV-IMP687.JPGÉramos cuatro jóvenes de más o menos dieciocho años. Íbamos a recorrer como seiscientos kilómetros para encontrarla desde Bogotá por carretera aprovechando que teníamos una semana de vacaciones en la universidad. Siendo Bogotá la capital del país y según la costumbre española de situar las capitales en el centro del país, los bogotanos no suelen ir al extranjero tan fácilmente como en Europa: por tierra es muy largo, por avión es muy caro. La primera etapa fue en Bucaramanga y la segunda en Cúcuta. Ahora que la conozco y que la cruzo a diario dos veces, ha dejado de impresionarme desde hace tiempo. En ese entonces, era una línea imaginaria que veía en los mapas y me hacía soñar. Las mejores rutas colombianas eran como las carreteras nacionales francesas, aunque algunos tramos estaban en tan mal estado llenos de huecos en la calzada que parecían en construcción.

A medida que nos acercábamos la cola de autos se iba agrandando hasta que a lo lejos vimos un puente que marcaba el lugar del encuentro. Me dijeron que era el puente más extraño del mundo pues a la ida se necesitaba media hora para llegar al otro lado, pero al regreso llegaba uno al otro lado media hora antes de haber salido. En todo caso, la encontramos llena de policías y de camiones y de controles y de gente con otro acento y de carros con otras placas. Un mundo diferente y parecido pero con otra moneda que llamaban bolos. Fue un viaje divertido y sin contratiempos. Ahora que lo pienso ya había estado ahí, un par de años antes, en otro viaje, pero diferente. Es un recuerdo aislado de ese segundo viaje. Quizás el viaje entero merezca un relato más extenso. Quizás.

viernes, 30 octubre 2009

Viejas revistas al viento

NV-IMP540.jpgEstaba sentado en un bar de la playa escribiendo y leyendo en un día soleado de agosto del 2009 pero que gracias al viento parecía menos cálido. Mis hijos estaban bañándose en el mar o bronceándose sobre la arena. Para descansar de la lectura y escritura, me puse a dibujar en un papelito que tenía en la cartera, un Post-It de color verde. (¿Cómo se dirá Post-It en español?) Dibujé el mar al horizonte tratando de indicar los reflejos en el agua, en un plano más cercano dos personas estaban recostadas en sillas reclinables leyendo el periódico o simplemente disfrutando del sol. Dos sombrillas de playa estaban muy bien enterradas en el suelo y se movían con el viento. Unas cercas de madera muy enclenques separaban el espacio para las mesas de la terraza del bar. El techo de paja y las tablas de madera dejaban pasar los rayos del sol. Sobre el borde del bar, en una especie de baranda de balcón, había una lámpara de escritorio que imaginé encendida por la noche pero que a esa hora matutina parecía dormida como una estatua. Su luz inexistente debería de iluminar los papeles de las revistas que estaban abiertas debajo de ella. Tomé conciencia de esas hojas que el viento hacía danzar y levantándome me dirigí hacia ellas. Ya de cerca empecé a ojearlas. Estaban amarillentas por el sol, eran viejas, muchas eran ejemplares de los años cuarenta y cincuenta de la revista Life. Las estuve mirando y recordando épocas y sucesos pasados. Publicidades de productos de otro tiempo. Patrones de belleza y de moda ya pasados de moda. ¡Qué idea dejar esas revistas en un bar de la playa! Me imaginé a los lectores que las descubrieron recién salidas del quiosco de periódicos haciéndolos soñar con un mundo estadounidense de película. Me vi yo mismo hojeando esa revista pero en los años sesenta y setenta en Colombia. Yo había guardado preciosamente la que relataba la llegada del hombre a la luna en 1969. ¿Dónde la habré extraviado? Volví a mi puesto junto a la barra del bar y creo que pedí una cerveza para seguir escribiendo o leyendo o soñando. No me acuerdo.

sábado, 19 septiembre 2009

Tiendas de campaña

NV-IMP507.jpgEn Colombia debí de acampar un par de veces con mi familia o con amigos. Eran tiendas de campaña, de lona, más o menos grandes y cómodas. Cuando llegué a Francia, de estudiante, conseguí una pequeña de dos puestos con la que viajé por muchas partes. Una tienda pequeña, fácil de armar, de techo plástico para evitar la lluvia, pero por dentro de tela para poder respirar. Era muy práctico llegar en tren a una ciudad con la tienda y una mochila a la espalda para buscar un camping cercano, instalarse y luego pasear como turista. Si el viaje era en carro, podía uno buscar los campamentos más fácilmente. Uno podía pasar un par de días en cada lugar e irse desplazando con la casa al hombro.
Así viajando con amigos en Italia, una vez llegamos tan tarde a la ciudad que nos habíamos fijado como destino que no encontramos el campamento y nos tocó instalar las tiendas en campo abierto; al día siguiente, nos dimos cuenta de que habíamos dormido no muy lejos de un basurero y de una estación de gasolina.
Con mi esposa, que en esa época solamente éramos novios, viajamos una vez en tren hasta Lisboa. (¡Hay anécdotas por contar!) Pasamos una noche en San Sebastián con la mala suerte de sentir debajo de la tienda unos topos que se movían debajo de la tierra y de nuestras espaldas, como si fueran muertos que querían salir a asustarnos. Con una pareja de amigos de la Isla Mauricio recorrimos Francia durante el mes de agosto de 1981. (Ese paseo merece un relato aparte.)
Ya cuando mi hija nació compramos una tienda mucho más grande que tenía campo hasta para ocho personas si fuera necesario. Tenía dos habitaciones que cerraban con cremallera, un espacio interior que servía de sala comedor si llovía afuera y tenía un techo de tela que permitía comer afuera protegidos del sol. Recuerdo que cuando la compramos la armamos con ayuda de unos amigos en el campus de la universidad de Grenoble. Con ella estuvimos en el sur de Francia, en Bélgica y Países Bajos. Ya era obligatorio viajar en carro para transportar tanta cosa. Como era más difícil de armar, nos quedábamos en el mismo camping como mínimo ocho días. (Hoy hay tiendas de campaña mucho más fáciles de armar gracias a un diseño más elaborado.)
A mis hijos les encantaba pasar vacaciones en camping. Nos instalábamos en los más grandes con todas las instalaciones posibles: piscina, restaurante, supermercado, tenis, sala de gimnasia, discoteca, espectáculos y muchos árboles.
Con el tiempo ya dejamos de usar la tienda; alquilábamos un mobilhome o apartamentos amoblados. Era mucho más práctico aunque a veces tuviéramos más calor que al aire libre. Creo que la última vez que la usamos fue hace como quince años por la región de Royan y las Landas.
Hace un mes estaba tratando de arreglar la bodega y me encontré con la famosa tienda que ocupa espacio inútilmente. No pienso que la volvamos a usar a pesar de que está en buen estado. Pienso buscar una familia con niños pequeños o un centro de vacaciones o una asociación que quiera recibirla pues quiero regalarla. Esas cosas ya no se venden, ni de segunda, y yo no me siento capaz de tirarla a la basura con tantos recuerdos dentro.