domingo, 29 noviembre 2009
Encuentro fantástico (5)
Los tres hombres estaban en el bar del hotel pidiendo una bebidas. Sus tres esposas estaban hablando amenamente en la sala del hotel. Sus tres hijos adolescentes estábamos jugando no muy lejos con un flipper dándole con fuerza a las manijas para marcar el mayor puntaje con la bola metálica.
«¡Oye!, vale. ¿Qué te dijo el franchute?, Alejandro», preguntó Emilio. «Que el aeropuerto sigue cerrado por la tormenta de nieve y nos toca pasar una noche más en este hotel. ¡Qué vaina!», contestó. «Bueno. Menos mal que tenemos todo pago. Nos acordaremos de este enero del 2003 toda la vida. Si hubiera sabido, no hago escala en París. ¡Carajo!», añadió Pedro. «No hay mal que por bien no venga. Por lo menos nos hemos podido encontrar después de casi un cuarto de siglo de separación. ¡Coño!», exclamó Emilio.
Los tres se fueron a seguir la conversación con sus mujeres mientras les traían el aperitivo recién encargado. El 4 de enero nos atrapó por sorpresa la tormenta de nieve que paralizó durante varios días la región parisina y luego otras regiones de Francia con temperaturas de hasta -12° y -15°. Alejandro y familia viajaban de Ginebra a Nueva York; Pedro y familia, de Moscú a Bogotá; Emilio y familia, de Copenhague a Caracas; todos con conexión de vuelo en la Ciudad Luz.
«Lo que podemos hacer es irnos después de comer a visitar la Torre Eiffel o los Campos Elíseos y aprovechar al menos para ver esta hermosa ciudad bajo la nieve», propuso Karina. «Buena idea, pero primero terminemos de contar nuestras diferentes versiones de la famosa fiesta de los costeños, ¿sí?», pidió Gloria.
El salón era muy acogedor y cómodo. Estaba lleno de gente hablando en diferentes idiomas. Una gran chimenea nos calentaba tan bien que no daban ganas de salir al frío. Ángela continuó su relato más o menos en estos términos aunque cada uno iba metiendo la cucharada de vez en cuando:
Alejandro y yo quedamos en vernos en el cine de la calle 45 entre 13 y Caracas para la proyección de matiné. Gloria y Emilio habían preferido estar solos por su lado, pero nos dimos cita a las siete de la noche en un asadero de pollos Kokorico cerca de Marly para comer algo antes de la fiesta. Ya ni me acuerdo qué película vimos, pero sí que para la fiesta había que pagar la entrada, pues los estudiantes de la residencia se encargaban de darnos bebidas y pasabocas. Todos los residentes eran varones. Creo que querían ganar algún dinero para reparaciones o comprar no sé qué muebles; quizás un equipo de sonido o discos. Eran dos casas viejas grandes de dos o tres pisos con mansardas, que habían unido para alojar a uno o dos estudiantes por habitación, a veces eran más cuando tenían camarotes. Fue mi amigo costeño que vivía ahí que me explicó cómo era todo. En las mansardas no había casi nada o en todo caso esa noche habían retirado los muebles y tirado cojines por el piso cerca de las paredes. El suelo era un entablado brillante. Como las dos casas comunicaban por el techo también, el espacio era grandísimo para la fiesta.
«Creo que llegamos a la fiesta temprano, como a las ocho de la noche. Fuimos de los primeros. Poco a poco se fue llenando el lugar de jóvenes hasta completar unas cincuenta o sesenta personas más o menos. Ricardo y Nancy llegaron directamente a la fiesta a eso de las diez», dijo Gloria.
«La tarde del sábado la pasé con Beatriz acompañándola en el centro comercial Unicentro pues quería comprar ropa nueva. Me fui temprano a mi casa para prepararme para la fiesta. Traté de hablar por teléfono con Alejandro y Emilio pero no los encontré en sus casas. Estaba comiendo cuando me llamó Karina desprogramada preguntándome qué plan tenía para esa noche. Le propuse que fuera conmigo a la fiesta con Beatriz y sus amigas», explicó Pedro.
«Emilio parecía que se había esfumado y me había dejado plantada en casa. Desde hacía días había convencido a una tía para que aceptara quedarse con mi hijo ese fin de semana. No quería quedarme en casa sino salir de fiesta. La propuesta de Pedro me cayó muy bien. Beatriz pasaría a buscarlo y luego a mí en el carro que le había prestado su mamá», dijo Karina.
«Cuando llegamos a la residencia había tanta gente en la fiesta que no reconocimos sino a alguna amigas de Beatriz. Nunca nos imaginamos que en la misma fiesta estaban Alejandro y Emilio. La música estaba muy buena. El ron con Coca-Cola frío se consumía muy fácil. Demasiado fácil, pues se me fue subiendo a la cabeza sin que me diera cuenta. Empecé a bailar muy amacizado con Beatriz y hasta me atreví a besarla. Lo que no entendí fue cuando Karina quiso bailar conmigo y me abrazó muy pegadita queriéndome besar. Creí que estábamos borrachos o que era un sueño. Lo cierto es que Beatriz se enfureció con Karina y conmigo y se fue dejándonos solos en la fiesta», continuó Pedro.
domingo, 22 noviembre 2009
Encuentro fantástico (4)
Esa tarde no teníamos trabajo. Ángela me había pedido que la acompañara a Chapinero a una diligencia para su tía en el Edificio Libertador y aprovechar también para encontrarse con Alejandro a devolverle el libro de topología con la excusa de que se habían confundido con los libros al despedirse. Lo había llamado con remordimiento al día siguiente de nuestra excursión a los Andes. Me sentía tan incómoda como Ángela con los planes de Nancy por más de que nos dijera que el hurto era menos grave que el robo, que para qué dejaban las cosas en cualquier parte sin vigilancia esos hijos de papi, que no eran más que niños consentidos, que la culpa era de ellos.
Las tres nos conocimos cuando trabajábamos en la misma zapatería hacía como seis meses, pero después la única que siguió en la misma fui yo. Ellas consiguieron mejores puestos en la competencia. A mi papá no le gustaba que yo trabajara, mas como no le alcanzaba la plata para mantenernos a todos ni para mandarnos a la universidad, se había conformado. Lo que sí no quería era que trabajara de muchacha del servicio en casas de familia por la desconfianza en los hombres que pudieran acosarme o abusar de mí. Mis planes eran de ahorrar e inscribirme a la universidad para estudiar contabilidad por la noche. Estaba tratando de convencer a Ángela o Nancy de hacer lo mismo.
Ángela había llegado recientemente de la costa con su tía Mercedes y Nancy lo que quería era irse para Estados Unidos o casarse con un hombre joven y rico. Nada era fácil para las tres. Ricardo manejaba un taxi de su padre que tenía varios para alquilar pero que le exigía mucho pues decía que sus hijos tenían que aprender a trabajar duro como le había tocado a él.
La cita con Alejandro era enfrente de la iglesia de Lourdes a las dos de la tarde. La sorpresa fue encontrarnos con que había ido acompañado con Emilio. De ahí nos invitaron a tomar algo en la cercana pastelería Cyrano. Como nos entendimos bien, nos propusieron que fuéramos a jugar bolos al lado de la iglesia. Nosotras nunca habíamos probado ese deporte. ¡Qué divertido! Se nos pasaron las horas sin darnos cuenta. Me encantaba que Emilio me cogiera la mano para explicarme cómo había que enviar la bola para hacer moñona. Al comienzo se nos iba por la canal o le dábamos golpes muy fuertes al parquet, pero al final ya estábamos dominando la situación. Lástima que nos dimos cuenta de la hora y que nos tocó salir corriendo a tomar el bus a eso de las seis de la tarde. Ellos querían llevarnos pero no nos atrevimos a revelarles nuestras direcciones tan lejos de sus barrios de clase alta al norte de la capital.
«¡Viste, viste!, Gloria. Es increíble el parecido. A veces me sentía hablando con mi hermano gemelo. ¡Qué impresión!», me dijo Ángela apenas nos subimos en el bus. «Sí, pero hablando de otras cosas. A mí me encantó su amigo, Emilio. Esa barba, ese cuello todo velludo. ¡Parece un oso! Esos ojos verdes, esa tez morena, ¡esas nalgas!», contesté entusiasmada. «Sí, me di cuenta de que el venezolanito estaba muy interesado en ti. Mientras tanto yo me sentí con Alejandro como jugando con un hermano que nunca tuve. Cómo es la vida, ¿no?», me comentó. «¿Sabes? Emilio quería que le diera mi teléfono, pero no quise. ¡Si supiera que no tengo teléfono en casa y que nos toca salir a llamar de una cabina telefónica! Al final insistió en darme el suyo y me hizo prometer que lo llamaría pronto. Tengo una idea, Ángela. ¿Lo invitamos a la fiesta de tu amigo costeño del próximo sábado? Vamos con Ricardo y Nancy en su taxi y así podremos quedarnos hasta más tarde. Después nos quedamos a dormir en tu casa, ¿ah?», le propuse. «¡Listo! Mi amigo costeño estudia en la Nacional y me molestaba cuando vivíamos en Barranquilla. ¡Qué bueno que lo encontré de nuevo aquí en Bogotá!», dijo sin dudarloy añadió «Alejandro me propuso que fuéramos a cine. Dice que están pasando El regreso de la Pantera Rosa, Atrapado sin salida y Rollerball que no ha visto todavía. Quedamos de ir el sábado por la tarde. Podríamos estar los cuatro primero en cine y después en la fiesta, ¿no?».
Seguimos hablando sin parar hasta que me tocó bajarme en la Caracas con Jiménez para cambiar de bus y llegar a Fontibón antes de la hora de comer para que mis padres viéndome juiciosa me dejaran salir el sábado. Eso de ser mayor de edad solamente a los veintiún años y tener apenas veinte era aburrido.
domingo, 15 noviembre 2009
Encuentro fantástico (3)
Camino de la biblioteca central donde esperaba encontrar un lugar tranquilo para leer un poco a Dostoievsky, me crucé con Karina. Estaba furiosa pues había perdido el libro de psicología y lo necesitaba para su examen. La vi tan contrariada que me dieron muchas ganas de ayudarla. Le propuse acompañarla. Dijo que seguramente se le había quedado en la cafetería de su facultad donde estuvo antes de ir a la biblioteca. Lo bueno de estar con ella además de pasar un rato agradable era poder conocer a sus amigas de microbiología entre las cuales había muchas mujeres bonitas. Karina me gustaba pero además de que era madre soltera y la perspectiva de tener que lidiar con hijos de otro no me interesaba, ya estaba muy ennoviada con Emilio, un venezolano que, al contrario de mí, tenía mucho éxito con las chicas.
Durante una huelga universitaria nos hicimos muy amigos los cuatro: Karina, Emilio, Alejandro y yo. Sin proponérnoslo los tres andábamos detrás de ella y solo uno fue el elegido. Nos conocíamos desde la clase de algebra lineal en la que nos tocó lidiar con multiplicación de matrices entre otras operaciones de cálculo vectorial. Creo que fue esa materia la que me hizo pasarme de ingeniería industrial a derecho.
Mientras caminábamos entre los altos eucaliptos aproveché para cambiar de lado los libros escondiendo los títulos para evitar chistes idiotas como los de Alejandro. Por más de que estábamos acostumbrados a subir y bajar escaleras todo el día a 2600 metros de altitud, dada la velocidad con la que andábamos, llegamos jadeantes al edificio de Las Monjas. La cafetería olía a café y cigarrillo. En un rincón del fondo estaba Emilio jugando ajedrez con otro estudiante que yo no conocía. Cerca de la puerta un grupo de cinco o seis muchachas estaba en plena conversación. «¡Oye!, Pedro. Ven a intercambiar chistes con nosotras. ¡Je, je, je!», me dijo una de ellas. Claro, contando chistes yo sí tenía éxito y era un buen truco para conocer nuevas amigas. «Ahora vuelvo», les contesté.
Karina miró por todas partes sin encontrar su libro y luego me dijo: «¿Será que me lo robaron?». «Si no hubo violencia ni intimidación, no hubo robo. En tu caso podría tratarse de hurto que tiene menos gravedad desde el punto de vista del derecho. Es posible que lo hayas perdido y alguien te lo entregue o lo deje en la biblioteca», expliqué. «¡Tú y tu terminología de leguleyo. Para mí es igual. No tengo el libro ahora y lo necesito para el examen. ¡Maldita sea! Me tocará pedir prestado uno en la biblioteca», exclamó. La dejé ir sola a preguntar al responsable de la cafetería y la vi acercarse a Emilio que estaba muy concentrado en sus jaques y mates.
Me uní al grupo de amigas de las cuales en realidad solo conocía a dos. «Pedro, échate uno de esos chistes de pastusos que te sabes», dijo Beatriz. «A ver, ¿por qué los pastusos usan solamente la letra te en sus agendas de teléfono?», pregunté. Después de pocos intentos infructuosos de respuesta, les contesté: «Pues porque escriben teléfono de Antonio, teléfono de Joaquín, teléfono de Manuel, etc.». Cuando se calmaron las risas, añadí enseguida: «Se muere el marido de una pastusa y se acerca un amigo a la viuda y le dice: lo siento. Ella contesta: No, mejor déjalo acostado». También conté este: «dos pastusos vinieron a Bogotá a comprar un carro. Preciso compraron uno Volkswagen. Cuándo regresaban e iban por Cali, el carro se les apagó. Uno se bajó a revisar el motor y cuando abrió la parte de adelante, dijo: Oiga, nos robaron el motor. El otro abrió la parte de atrás y dijo: No, qué brutos, ¡si nos hemos venido en reversa!». Así pasamos un rato contando chistes yendo poco a poco a los más verdes, pues en el grupo había un par de muchachas muy divertidas que no se quedaban atrás y contaban unos más subidos de color.
Por fin cambiamos de tema para hablar de las clases, de los profes, de las próximas vacaciones y de los planes para el fin de semana. «¿Quieres ir con nosotras a una fiesta el sábado próximo?», preguntó Beatriz. «Pero solamente si llevas a tus amigos Alejandro y Emilio», dijo otra, muy descarada e interesadamente.
En esas quedamos. Me dieron las señas del lugar, una residencia de universitarios entre la universidad Javeriana y la clínica Marly, quedamos de llamarnos el sábado para darnos cita en un lugar cercano. Viendo la hora avanzada y la urgencia por adelantar la lectura de mis libros, decidí irme a almorzar a casa, ya que estaba claro que si me quedaba en la universidad no iba lograr a concentrarme. Ni siquiera me di cuenta cuando Emilio y Karina salieron de la cafetería. Ya tendría tiempo de llamarlos para proponerles el plan de rumba pactado.