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jueves, 02 diciembre 2010

Ciro Copperfield

NV-IMP705.JPGVendo barato prendedores de Navidad. Vienen con un gancho para llevar en la solapa y unas luces muy bonitas que llaman la atención. Los doy por treinta y dos mil pesos cada uno. Si me compra dos, se los dejo en cinco mil. Me llamo Ciro. Tengo nueve años. Me gusta vender aquí en el supermercado Carulla de Galerías porque hay mucha gente y siempre consigo clientes que se apiadan de mí. Un señor me dijo hoy que le recordaba a un tal Dickens y a un David, pero le dije que no conocía a ningún Dickens ni David y que me llamo Ciro. Mi mamá me regaña si no llego con suficiente dinero y me amenaza con dejarme en la calle. Me da miedo que los vagabundos y bandidos me roben la plata, pero ella viene de vez en cuando a recoger lo que voy vendiendo para que no tenga demasiados billetes en el bolsillo cuando me toque regresarme solo a casa. A veces me voy con otros niños que viven en un barrio de invasión por los cerros. Con ellos olemos gasolina para olvidar las penas y por eso mi voz es ronca a pesar de mi edad. Llueve tanto en estos días que nuestra casita está que se derrumba, pero no me da miedo pues estoy con mi mamá y hermanos. No me gusta que el amigo de mamá esté con nosotros; nos trata mal, no ayuda en nada y le pide dinero a mi mamá. La pobre tiene que trabajar duro en casas de familia para completar el diario. Cuando sea grande voy a ser rico y voy a comprarle una casa a mi mamá. Mientras tanto, vendo prendedores baratos de Navidad.

12:46 Anotado en Cuentos | Permalink | Comentarios (0) | Tags: ficción, pobreza

domingo, 21 noviembre 2010

Nobleza obliga: micronovela

NV-IMP703.JPGLa ida fue en avión. Esa mañana acababa de cumplir veinticinco años, iba a cambiar de vida, quería triunfar para demostrar a su familia que ella era capaz y que no haber terminado una carrera no era desastroso pues el mundo también era para los ignorantes. A ahorrar y enviar dinero para que su madre construyera una casa y para que su hija estudiara por procuración lo que ella no quiso. La primavera florecía.

El regreso fue en barco. Esa noche estaba por cumplir sesenta años; el tiempo había pasado. Su futuro estaba a su espalda. Una vida de altos y bajos transcurrida en un dos por tres. Durante tantos años solo había vuelto cuatro veces por pocas semanas. Entre los escasos pasajeros había un joven que le recordó a ella misma decidida a conquistar el viejo mundo y vencer molinos de vientos. Un joven ecologista etnógrafo que iba a estudiar el modo de vida de los indígenas en el parque Tairona. El otoño estaba por terminar.

El punto de no retorno lo había pasado en el mediodía de su vida cuando cumplió cuarenta y pico. Vio con claridad sus patas de gallo. La montaña rusa de su existencia la había paseado por toda Europa, limpiando pisos, fregando platos, amando por dinero o soñando por encargo. Viviendo en varias capitales europeas, la telaraña de la comedia humana no tenían misterios para ella.

Tras varios maridos y demasiados amantes, unos ricos y aburridos, otros aventureros, apuestos e intrépidos pero menesterosos, todos explotadores de su juventud, belleza exótica e ingenuidad aparente, se dijo que era hora de tomar juicio; dejó droga, alcohol y sus excesos para ver cómo arraigarse en algún árbol genealógico de abolengo para envidia de sus amigas más hipócritas.

Su familia encallada en su tierra natal siempre contaba maravillas inventadas de esa hija única que vivía en Europa codeándose con lo mejor de esas sociedades, pero se callaba las dificultades que en realidad sufría. ¿Para qué darle gusto a envidiosos y chismosos?

Malicia indígena no faltaba, inteligencia no sobraba, belleza todavía quedaba y de experiencia diabólica y maquiavelismo tenía reservas. ¿Cómo entrar al círculo cerrado de la gente de linaje y de éxito? Los chismes de la revista Hola le quedaban fuera de alcance, el mundillo del cine y televisión estaban cerrados, la familia real y la nobleza se movía a alturas inalcanzables, la política no era su fuerte, estaba aparentemente condenada al círculo cerrado y vicioso de los inmigrantes latinoamericanos en la Madre Patria.

Tomando cerveza con tapas en una bulliciosa taberna de la Plaza del Sol tuvo por fin la idea luminosa para realizar su cometido. Se ocuparía de viejitos solitarios madrileños hasta encontrar el que tuviera apellido exótico y escudo de armas reluciente para usurpar su identidad como si fuera un familiar olvidado.

No quería dinero, sino renombre y presunción de grandeza. Al menos tendría un sueldo regular. Regresaría a su tierra natal solo con la gloria de un nombre que diera envidia, que le abriera las puertas de la alta sociedad.

En la bodega del barco llevaba como botín una mudanza completa de muebles antiguos incluyendo retratos al oleo de familiares falsos y claro está escudos de armas con certificados de autenticidad correspondientes. Ya no era la simple Maruja Rivera sino doña María de la Santísima Trinidad Rivera y Dominguín, marquesa de Valdepeñas. Tomaría posesión de una casa colonial comprada por Internet en el centro histórico de Santa Marta cerca al mar. Estaba harta de los fríos inviernos europeos. Lástima que sus padres habían muerto y que su hija se había escapado sin dejar rastro años atrás con un aventurero buscando fortuna en Estados Unidos.

Pasó años cuidando viejitos. Cuando se daba cuenta de que el viejo de turno no tenía suficiente pedigrí, cambiaba de casa. Por fin llegó a la de un señorito de ochenta años, don Alfonso Dominguín de Valdepeñas, que tenía en su sala un árbol genealógico inmenso que remontaba a épocas visigóticas. El hombre no tenía familia, pero sí ahorros suficientes de hombre de negocios aristocráticos. Un derrame cerebral le había dejado medio cuerpo paralizado pero su cabeza funcionaba suficientemente bien para ser autónomo a su manera. Vivía tranquilo en su vieja casa en un ambiente detenido a comienzos del siglo XX. Los promotores inmobiliarios, suspirando por convertirla en un edificio más como los que la rodeaban, ansiaban como buitres la muerte del anciano.

Desde un comienzo Maruja y Alfonso se entendieron. Ella le contaba la historia de su vida o relatos de ultramar de amoríos imposibles. Sus esperanzas de regreso se fueron reduciendo pues don Alfonso recuperaba asombrosamente su salud como si la presencia de Maruja fuera un remedio. Veinte años tuvo que esperar hasta que la víspera de su centenario muriera por fin el viejo noble. Ya nadie en el vecindario se acordaba que era una empleada; pensaban que era un familiar. Aunque sintió tristeza, se alegró de poder por fin recuperar cuados y muebles que él había prometido donarle cuando muriera incluyendo el hermoso árbol genealógico. La sorpresa fue descubrir que el señorito la había nombrado heredera universal de sus bienes materiales y sobre todo de su título nobiliario. ¡Casi se muere!

La llegada a Santa Marta fue menos impactante de lo que imaginaba. Un noble de más o de menos importaba poco para el país revuelto en guerras civiles y problemas económicos. Un periodista pasó a entrevistarla para la crónica social del periódico regional que nadie leía. Sus amigas de juventud se habían muerto o mudado o ya ni se acordaban de ella. El jueguito de dárselas de familia de alta alcurnia terminó por aburrirla a pesar de que la sociedad se interesaba por saber detalles de su vida en España. Entonces decidió una vez más cambiar el rumbo de su vida y se fue a buscar al joven etnólogo a la selva tropical para ver si por fin encontraba sentido a su existencia pasando el invierno de su vida en un medio natural y naturista precolombino.

15:45 Anotado en Cuentos | Permalink | Comentarios (2) | Tags: ficción, vidas

jueves, 21 octubre 2010

Inconcluso de la esfinge

NV-IMP696.JPGLa espera en esa ciudad lo estaba volviendo loco. Tenía que ir a Gaza para vender farmacéuticos pero no lograba conseguir los permisos necesarios para franquear el bloqueo. Había llevado todos los documentos que le exigían tanto egipcios como israelitas, mas siempre había alguna traba y le decían que tenía que volver al otro día. La ciudad ruidosa, el tráfico de automóviles intenso, el calor agobiante, el hotel mediocre y la lentitud del acceso Wifi a la Internet lo deprimían. Menos mal la comida salvaba la situación.

Salió a dar una vuelta por la ciudad para tomar fotos y distraerse. Su cara inconfundible de gringo atraía todos los vendedores o amigos de vendedores por donde pasaba proponiéndole recuerdos cairotas. Al comienzo contestaba que no en inglés, después pasó a rechazar en árabe, después negaba con la cabeza y sonreía, mientras sus depredadores probaban suerte hablándole en francés, alemán o hasta ruso sin conseguir que él dijera algo. Con esa táctica estuvo por fin en paz.

Andaba en el separador central de la calle Qasr el Ainy tomando fotos de las fachadas viejas y mugrientas cuando un ruido más fuerte que de costumbre lo hizo voltear a mirar. La sorpresa fue grande al ver un auto encaramado sobre el separador a pocos metros de distancia. Las bocinas de los carros aumentaron de intensidad. Él y otros peatones se acercaron a ayudar a la joven que había perdido el control de su vehículo, quizás evitando un choque, y había quedado atascada sin poder salir. Entre todos poco a poco lograron bajarlo de nuevo al pavimento con la buena suerte de que no se había roto nada por debajo y ella pudo continuar su camino. Fue el hazmerreír de todo el grupo, menos del gringo que estaba más bien ofuscado de pensar que hubiera podido estar en el hospital por culpa de ella.

Regresó al hotel para escoger las mejores fotos. En una de ellas una joven con un velo rojo en la cabeza le tomaba una foto a él con su teléfono o eso le parecía. Siguió mirando fotos y en varias estaba la joven como si lo estuviera siguiendo. Extraño, pero para tranquilizarse se dijo que no podía ser más que una coincidencia que trató de olvidar. Recordó sin embargo que días antes había tomado fotos de una manifestación de mujeres frente al Ministerio de Sanidad. Las había visto rodeadas por un cordón de policías repitiendo a gritos lo que una líder decía con un megáfono. Le había parecido una manifestación pacífica y ordenada al fin y al cabo. Volvió a mirar las fotos y descubrió que la mujer del megáfono era la misma que había aparecido en sus últimas fotos. Cada vez más raro en realidad.

El teléfono de su habitación sonó de repente. Una voz femenina le dijo en inglés que si quería ir a Gaza más rápido, fuera esa noche al restaurante Estoril en la calle Talaat Harb a las ocho en punto, pero colgó sin dejarle tiempo de responder.

Se quedó acostado en la cama pensando en la situación. El calor y el cansancio fueron más fuertes y lo hicieron dormir durante un par de horas. Lo despertó una pesadilla. Había soñado que estaba en el desierto visitando las pirámides de Giza en camello detrás de muchos turistas. Vio a la joven de la foto sentada en el camello que iba delante del suyo. Lo volteó a mirar. De repente la silla se soltó del animal y la joven junto con su compañero de infortunio cayeron estrepitosamente al suelo, dejando a la joven tirada retorciéndose del dolor por el golpe que se dio en las nalgas desde esa altura al caer sobre una piedra.

Decidió alistarse para ir a la cita misteriosa de esa noche. Se duchó, se arregló y tomó un taxi. El lugar era escondido. Quedaba en un pasaje alejado de la calle. Resultó ser un sitio acogedor, con decoración agradable y sin demasiados clientes. Se sentó en una mesa central pero con la espalda a la pared. Pidió una cerveza Saqara y un plato de puré de garbanzos. No sabía por dónde aparecería la joven. Se dijo que con esos velos se veían todas tan parecidas que seguramente las mujeres de sus fotos eran todas diferentes. Había muchos jóvenes en varias mesas. Entró una joven sin velo y se quedó mirándolo, le sonrió, pero no le puso cuidado; se sentó en una mesa alejada, donde un amigo la esperaba, y se pusieron a conversar; de vez en cuando se cruzaban miradas pero no era ella.

Cayó en la cuenta de que la música suave que se oía eran tangos argentinos. En ese momento, el mesero vino a entregarle un recado. Era una tarjeta blanca con un mensaje en inglés que decía: «lo siento mucho. No puedo ir al restaurante, pero me puede encontrar en el Club Suizo esta noche en una milonga de tango argentino. Queda cerca de la calle Sudan en el límite entre los barrios Mohandessin e Imbaba. Allá lo espero. Me reconocerá por el velo rojo de siempre».