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domingo, 27 marzo 2011

La muerte del autor

 

ficción,escritura,alucinación,fantásticoLa puerta de la librería Iberia estaba cerrada, detrás del vidrio se veían los anaqueles vacíos y el piso lleno de polvo. Sin embargo esa era la dirección: el número 6 de la calle Hirschengraben en Lucerna, Suiza. Sus pocos conocimientos de alemán le indicaban que el papel pegado en la vitrina anunciaba una mudanza, remodelación o cierre. Dos jóvenes que charlaban mientras llegaba el tranvía muy amablemente le tradujeron el aviso. En efecto la librería había cerrado pero el depósito seguía abierto durante un tiempo limitado en el sótano del edificio. Caminó pocos pasos con la esperanza de encontrar el libro buscado. Timbró, nadie salía, iba a dar media vuelta cuando por fin un hombre viejo abrió y preguntó en alemán qué quería. Horacio contestó en español que venía por el libro Pettoruti, Futurismo Cubismo Expresionismo Sintetismo Dadaísmo de Alberto Candioti editado en 1923 en Buenos Aires que un amigo le había contado haber ojeado en esa librería.

 

-      Sí, tuve un ejemplar raro de ese pintor, pero lo vendí a una librera de Zurich que vino a verme cuando supo que iba a cerrar mi negocio. Se llevó como unos veinte libros diferentes. Ya no quiero vender más. Nadie lee y es hora de que algún joven tome el relevo, pero entre y mire a ver si encuentra algo más que le interese. Si quiere tomar el local de la librería, lo estoy alquilando. Esto es una mina de libros que no encontrará en ningún lugar –explicó sin mucho entusiasmo.

 

Miró el reloj y se dijo que tendría tiempo de estar en Zurich antes de que cerraran la librería latinoamericana ese mismo viernes por la tarde. «¡Qué manía esta de buscar libros raros!», pensó. Pasaba su tiempo escribiendo novelas que nadie leía ni publicaba o buscando libros raros. Aceptó la invitación y pasó un rato buscando sin rumbo fijo entre estanterías llenas de ejemplares extraños en varios idiomas, la mayoría en español. Pronto llegó la hora de irse para que no le cerraran la librería en Zurich. De casualidad abrió un libro en francés Le bruissement de la langue publicado en París en 1984 donde estaba el artículo del semiólogo francés Roland Barthes de 1968, La mort de l’auteur; decidió comprarlo. Preguntó por la dirección de la librería en Zurich y salió caminando rápido a buscar su carro para tomar rumbo a la gran ciudad Suiza.

 

Aunque no estaba en los planes iniciales, la cercanía de la meta y el hecho de que nadie lo esperaba en Ginebra, facilitó la decisión. Pocas veces había estado en la parte Suiza alemana. La primavera estaba por comenzar. Suiza le parecía una tarjeta postal a pesar de los años que llevaba viviendo en el extranjero, lejos de su querido Perú. La herencia de su padre diplomático le permitía subsistir sin trabajar a tiempo completo; algunos contraticos le ayudaban a completar sus ingresos y darse placeres materiales adicionales. Tampoco estaba previsto el embotellamiento en la autopista que no lo dejaba llegar a la hora pensada; el sol calmaba la angustia de la espera a pesar del frío que se adivinaba al exterior, la radio lo distraía en medio de tanto auto.

 

El viejo mapa de la ciudad que tenía en su carro le sirvió para acercarse a la calle Seillergraben en la ciudad vieja. Tenía pocas esperanzas de encontrar abierto el local. Un amigo le había hablado de una librería peruana en esa ciudad y lo más probable era que se tratara de la misma, ya que se llamaba El Condor. Cuando por fin encontró un estacionamiento, se bajó y corrió por las calles adoquinadas y unas escaleras de piedra hasta que dio con el lugar. «Maldita sea, está cerrado», pensó. Pegó la nariz a la puerta, pero nadie estaba dentro. Era un local pequeño, aunque no mucho más grande que la librería de Berna. Respiró profundo y se quedó recorriendo títulos con los ojos. Los estantes tenían etiquetas por países; imaginó los clásicos de cada uno de ellos sin llegar a leer los títulos. ¡Qué suerte! Ahí en la vitrina estaba el libro buscado. Tendría que pasar la noche en Zurich y volver temprano en la mañana del sábado para comprarlo. Al menos lo había encontrado.

 

Regresó a las calles peatonales en dirección del río Limmat a ver si había un hotel disponible en el sector. Se dejó distraer por las vitrinas y los bares y las calles adoquinadas. Ya habría tiempo de buscar alojamiento, mejor pasear un rato en medio de zuriqueses y turistas. Le encantaban esas calles medievales que a pesar de las luces y de los modernos atuendos de la gente lo hacían sentir en otro tiempo, como en Ginebra o en Annecy en el medioevo. Por la Niederdorfstrasse siguió hasta Münstergasse preguntándose por qué había tanto cabaret en ese sector de la ciudad. Una gran bandera española en una fachada lo atrajo como imán. Seguro que ahí podría comer por lo menos unas buenas tapas con un rioja de calidad. De improviso se vio frente al famoso Cabaret Voltaire donde nació el movimiento dada en 1916. «¡Qué coincidencia! Casi lo que estaba buscando. Volveré aquí dentro de un rato. Después de comer», pensó. Casi un siglo lo separaba del inicio de ese movimiento cultural que iba en contra de la razón positivista y del arte burgués.

 

La taberna española a pocos pasos de ahí se llamaba sin mucha sorpresa Bodega Española. Al menos no tendría que hablar francés o alemán para comer. Estaba bien decorada y podría confundirse con un local madrileño. Buscó un rincón tranquilo después de haber echado un vistazo a los platos de pulpo, albóndigas, chorizo, ensaladas y otras típicas tapas. Pronto una mujer con facciones latinoamericanas vino por el pedido. Resultó ser dominicana, casada con un suizo. Al comienzo no hablaron mucho, pero sí, al pagar la cuenta. El ambiente estaba bueno y el libro que llevaba en el bolsillo lo entretuvo dejando pasar las horas sin darse cuenta. «Vaya, vaya. Ya son las diez de la noche y todavía no tengo dónde dormir», pensó al ver su reloj.

 

-      Por la calle Zahringerstrasse hacía allá hay varios hoteles. No se preocupe por las calles de aquí. No hay peligro. Si quiere pasar el rato en uno de los cabarets, entre sin miedo, no son burdeles. Las muchachas son bonitas pero viven en otro lugar, más arriba. Eso sí, no se vaya con mujeres del este que andan por la calle buscando clientes, pues esas sí son explotadas por mafiosos y se podría meter en líos –le aconsejó mientras cobraba la cuenta.

 

El comentario de la dominicana le picó la curiosidad. Reservó una habitación en el hotel Limmathof que era menos caro pues por una simple noche no quería gastar mucho. Volvió por la calle peatonal y se metió en el primer cabaret que encontró a su izquierda. La música cubana le dio la bienvenida. «¡Caramba! Esto no parece Suiza», se dijo. Había muchos clientes y muchachas bonitas y un puesto bien situado en la barra. Pidió una cerveza de barril y se puso a escudriñar el ambiente con la esperanza de recoger anécdotas o descripciones para algún cuento o novela. No tardó en sentarse a su lado una joven que lo saludó en alemán. Para quitársela de encima le contestó en español. Mala táctica, era salvadoreña y muy contenta le pidió que la invitara a un trago. Dado los precios tan caros de las bebidas, de veinte francos como mínimo, lo dudó, pero por fin la invitó. Ella pidió un coctel caro que quizás ni tenía alcohol, pero sí, precio de oro.

 

La charla fue fácil con esa morena de menos de treinta años que podría ser su hija; como no tenía hijos, eso ni lo pensó. Llegó la hora del primer espectáculo de striptease. Una joven se subió a un mini escenario y al ritmo de la música tropical se fue quitando la ropa con gracia, excitando a fuego lento a los machos que hablaban sin dejar de mirarla como hipnotizados. Su compañera de tragos charlaba sin parar, contenta de poder tratar con un latinoamericano simpático.

 

-      Yo tengo mi espectáculo dentro de una hora. Si quieres venirte conmigo a mi cuarto, te puedo hacer un precio especial. Soy especialista de la lengua. Con apenas 250 francos te puedo satisfacer como no te puedes imaginar y como nunca te lo han hecho, ¿eh? –propuso sin rodeos antes de irse a preparar a su camerino.

 

-      ¿Por qué no? Claro que me gusta la lengua pero no necesariamente la que te interesa a ti. Soy escritor y lector obstinado –contestó con una sonrisa.

 

Mientras la mujer se preparaba, Horacio aprovecho para ir al baño y tratar de escapar cobardemente. «Espejito mágico, ¿quién es el escritor más bonito del mundo?», preguntó a la imagen que lo miraba en el baño donde se había refugiado. No tuvo respuesta. Estaba desesperado por no encontrar éxito por más de que publicaba cuento tras cuento, novela tras novela, blog tras blog.

 

Ni siquiera las rayas de coca que había aspirado en otra época lo habían ayudado. Sin embargo su cabeza con tanto alcohol estaba en un estado raro. ¿Le habrían metido algo en el trago en un descuido? Mejor salir corriendo antes de que fuera demasiado tarde.

 

Decidió salir para caminar por las calles viejas adoquinadas. El frío lo recibió de golpe. Se sintió en la época de Rousseau y de su idea de que el hombre nace naturalmente bueno y es la sociedad quien lo corrompe. Su cabeza no coordinaba bien las ideas. Vio una sombra a lo lejos en las calles desiertas de la madrugada. La música del cabaret se perdió en la distancia. Al acercarse a la sombra humana y antes de saludarla con temor, le vio una cara de signo de interrogación. Los dos se sorprendieron mirándose y la sombra salió corriendo por las calles viejas. Él la siguió con una corazonada. ¿Será la inspiración que tanto buscaba?

 

Corrió detrás de la sombra por Marktgasse, atravesó el muelle sin pensar en los rieles de los tranvías que a esa hora ya no circulaban, atravesó el puente Rathausbrücke y corrió por las callejuelas viejas tras el sonido de la sombra que corría desmandada hacia arriba. Asesando llegaron al parque Lindenhof solitario y aislado a esa hora tardía. Tres sombras parecidas lo esperaban en lo alto. La luna llena, como en cualquier novela negra, iluminaba los árboles y el camino. «¿Quién me manda a meterme en estas? ¡Si yo nunca he sido temerario! Seguro que me pusieron algo en la bebida», pensó un instante con ganas de salir corriendo hacia su hotel.

 

-      ¿De manera que nos estás buscando?, forastero, aprendiz de escritor. Ha llegado la hora de la verdad. Lo has buscado y ahora tendrás que pelear contra nosotros con tu lengua afilada. Nuestras lenguas viperinas te responderán y si logras vencernos, tendrás éxito literario. No tienes oportunidad de escapar más a tu destino –dijo una sombra que tenía un signo de exclamación en la cara.

 

Estaba acorralado en una sin salida. Recordó el documental El acordeón del diablo que había visto por televisión dónde hablaban de la leyenda de Franciso el Hombre que le ganó un duelo en acordeón al propio diablo. A su izquierda los tópicos y expresiones idiomáticas usadas a saciedad. A su derecha pilas de libros de ficción listos para reciclaje en la basura. El silencio de los lectores se había instalado en la escena. Nadie más era testigo del encuentro.

 

¿Para qué escribía si tenía la impresión de que nadie lo leía siendo sus textos sumergidos en la avalancha de ciberinformación cotidiana? Si ni siquiera él tenía tiempo de leer lo que sus amigos o conocidos escribían. Tenía que encontrar el ingrediente clave para que la originalidad de su obra sobresaliera del montón.

 

Recordó al filósofo y académico Michel Serres que decía en una entrevista que él escribía por el amor que tuvo por una muchacha pero que en lugar de escribirle una sola carta, le había escrito cientos de libros sobre muchos temas. Recordó el diálogo de Barberini y Galileo en la pieza de teatro de Bertolt Brecht donde el primero dice «Vosotros pensáis en círculos o elipses y en velocidades proporcionadas, es decir, en movimientos simples adecuados a vuestros cerebros. ¿Qué pasaría si a Dios se le hubiese ocurrido dar este movimiento a sus astros?, dibujando en el aire, con el dedo, una trayectoria muy complicada con velocidades irregulares. ¿Qué sería entonces de vuestros cálculos?» a lo cual Galileo responde «Amigo mío, si Dios hubiese construido un mundo así, repitiendo la trayectoria de Barberini, entonces habría construido nuestros cerebros así, repitiendo la misma trayectoria, de modo que reconocerían inmediatamente a esos movimientos como si fueran los más simples». Recordó por último las limitaciones físicas del cuerpo humano para la danza pues la gravedad nos mantiene pegados al suelo y nuestros miembros tienen movimientos posibles e imposibles por estar solidarios del cuerpo de cierta manera. «¿Será que la escritura también llegó a su límite y no se puede crear nada nuevo en cuanto a contenido y estilo? ¡Estamos condenados a repetirnos y a reproducir lo que cualquier ser humano ha vivido o imaginado o lo que es posible que viva o imagine!», gritó con furia.

 

«Un texto es solo un picnic en el que el autor lleva las palabras y los lectores, el sentido, dijo Todorov», gritó una sombra y Horacio sintió como una puñalada en su brazo. «La palabra es mitad a quien la dice, mitad a quien la escucha, dijo Montaigne», espetó otra sombra haciendo caer a Horacio de rodillas. «Es el oído del otro el que firma nuestros textos, dijo Derrida», apaleó la tercera sombra que tenía cara de puntos suspensivos. «Toda la literatura es un solo libro y un solo lector, dijo Borges», gritó Horacio tratando de defenderse. «El universo está regido por el principio de incertidumbre, dijo Heisenberg», replicó la cara de interrogación. «Las mujeres son los mejores lectores; escribo para ellas», replicó Horacio de espaldas en el suelo polvoriento. «Ningún texto es enteramente original porque el lenguaje mismo, en su esencia, es ya una traducción, dijo Octavio Paz», gruñó otra de las sombras. «En el mismo río entramos y no entramos, pues somos y no somos los mismos, dijo Heráclito», reviró la otra sombra dando la estocada final al escritor anónimo.

 

El domingo por la mañana apareció el cuerpo inerte de Horacio en la calle adoquinada bajo el número 28 de la Grande Rue de Ginebra, bajo la inscripción que conmemora a Borges. Nadie entendió su muerte. La policía concluyó que se trataba de una sobredosis de droga. Sus amigos no creyeron ya que Horacio llevaba años alejado de esta. Lo que nadie pudo explicar fue que el auto de Horacio hubiera aparecido en la ciudad vieja en Zurich y las llaves estuvieran en el bolsillo del peruano.

 

sábado, 26 febrero 2011

Texto roto

NV-IMP726.JPGEstaba seguro de haberlo dejado ahí. Sin duda ha desaparecido. Vaya, vaya. La duda siempre es posible. ¿Será que había pensado ponerlo y me olvidé? ¿Será que lo cambié sin darme cuenta? Lo cierto es que ya no está y lo peor es que no recuerdo cómo era. Me quedé examinándolo con pelos y señales, con el temor de que otras desapariciones lo fueran esfumando sin remedio, como un texto de tinta al pleno sol. La estructura delataba que había debido de ser un participio pasado y además de un verbo transitivo. Por lo demás todo quedaba chungo e indescifrable. Quizás la rima podría ayudarme a reconstituirlo. Aunque no fuera un poema, tenía ritmo y musicalidad. ¡Caray! Tanto tiempo que me había costado leerlo en voz alta e irlo corrigiendo hasta quedar satisfecho. Eso me pasa por acostarme sin cerrar el cuaderno y los libros, dejando todo en su puesto al abrigo de los ventarrones. ¡Es que tenía tanto sueño! Ni siquiera tuve la fuerza de voluntad para desmaquillarme la cara. El trabajo de payaso es extenuante. Para colmo de males estoy seguro de haber pasado la noche soñando con él hasta que el despertador me borró todo de golpe. No tuve tiempo de memorizar ni una sola imagen. ¡Qué vaina! Es la primera vez que me sucede en esta novela. En otras logré remendar los agujeros dejándolas en buen estado sin que se notara. La ventaja de la informática es que no se notan ni los tachones ni la mala letra, pero el inconveniente es que no se pueden recuperar esas palabras aún visibles de los borrones del borrador si fueran en papel. Es otro tipo de borrador que va quedando en limpio siempre. Para mí que un hado se ha ensañado conmigo. Debe de ser uno como el duende Cobalto que le robaba la plata a los mineros o los troles y elfos de los bosques escandinavos o el mohán que les enredaba las atarrayas a los pescadores en el río Magdalena. ¿Qué textos escribirá en su cueva el sabio gnomo con esas palabras hurtadas? Será un texto enano con seguridad; enano en calidad y cantidad. A menos que haya sido un cabezudo o gigantón menso de feria. Ya no recuerdo qué escritor dijo que había pasado la tarde poniendo las comas que había quitado por la mañana. Esto no tiene sentido ni pies ni cabeza. ¿Será lo que llaman escritura automática? Ojalá llegue sano y salvo el fin de esta adivinanza ficticia, de esta sopa de letras, de este galimatías. Ya está. ¿Sería el verbo ajetrearse o extremar? ¡Joder! Mejor dejarlo como está y que el lector decida qué quiere poner en los espacios vacíos…

miércoles, 30 diciembre 2009

Un día (16 de diciembre de 1999)

NV-IMP581.JPG¿Cómo escribir sobre un día en veinte minutos? Primero tendría que escoger qué día describir. El día que conocí la nieve, el día que puse los pies en Europa por primera vez, el día que fui papá, el día que escribí un cuento por primera vez, el día que besé a mi primera novia, el día que me perdí en la noche en Barcelona y pasé una hora buscando en carro el camino para llegar a la casa, etc.

¡Eso es demasiado para veinte minutos (que ya son quince). Entonces, para facilitar las cosas, tomaré el día de hoy.

¡Ring, ring, ring! Suena el reloj a las cinco y treinta de la mañana (debería decir de la madrugada). ¿Quién me mandó a ponerlo tan temprano? Me levanto en la oscuridad y lo apago maquinalmente como siempre. Voy al baño y luego a desayunar sólo en la cocina. Oigo las noticias y mientras tomo un jugo de naranja, un café con leche y tostadas con mermelada y mantequilla, empiezo a pensar en lo que tengo que hacer en las próximas horas. Lo más importante del día será escribir un informe para la reunión que tengo a las cuatro de la tarde en la oficina. Las noticias no son buenas (como csi simpre): guerra en Chechenia, carreteras heladas en Francia, política, desempleo, etc. (Me quedan diez minutos para terminar este texto.) Al fin desayunado, abro los postigos de la ventana de la sala para tantear el clima. Cielo despejado, temperatura de unos menos dos grados centígrados, no hay lluvia ni nieve, los vidrios de los carros en el estacionamiento no tienen escarcha..

Rápido, afeitada, lavado de dientes y una buena ducha que termina de despertarme definitivamente. Llamar a los niños y pelear con Diego para que abra los ojos y se dé cuenta que es la hora de pararse. Son las seis y cuarto de la mañana y Coni sale de sus cobijas frotándose los ojos. Mientras ella deja la habitación y yo me visto. Echo un vistazo a las noticias en la televisión en France 2, pero más que todo, lo que disfruto es del ambiente que le pone al programa el periodista William Lemergie (¡no sé cómo se escribe!). ¡Tiene mucha gracia!

Tender la cama, vestirme y preparar los documentos que pienso llevarme. La casa comienza a agitarse. Los niños se dan cuenta de que se les está haciendo tarde. (Me quedan tres minutos para terminar este texto.)

Miro y clasifico el correo que no tuve tiempo de leer anoche (¡Ah! Por eso me levanté tan temprano.) Llegan las siete y veinticinco minutos y debo prepararme para salir. Zapatos, bufanda, abrigo, maletín (hoy no llevo paraguas). ¿Qué se me olvida?

¡Ah! Recordarle a Coni que tenemos clase de tango en mi trabajo a las doce y quince, que no olvide llevar los zapatos de baile, que no olvide llevar los papeles que le preparé para la aseguradora. ¡Ah! Esta noche hay Scrabble. Llevaré de una vez el juego. ¡Ah! Esta noche tenemos taller de literatura con Abril. ¿Cuándo tendré tiempo de hacer la tarea que nos dejó?

(Son las seis y doce minutos de la tarde. Rápido. Imprimo este papel y salgo corriendo para la Maison St.-Pierre. ¡Ni siquiera pude revisar la ortografía ni la puntuiación. Ojalá no haya escreito frases muym largas...)

08:00 Anotado en Recuerdos | Permalink | Comentarios (3) | Tags: escritura, decenio