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domingo, 21 octubre 2012

El calcetín rojo

NV-IMP824.JPGEn esa época del año Aquiles siempre estaba muy ocupado con su trabajo. Eran los meses en qué más dinero ganaba. Dormía casi toda la mañana, por la tarde salía de compras, al banco o a ver a su agente artístico para planificar sus contratos futuros. A veces se encontraba con amigos, pero prefería que fuera después de su espectáculo nocturno. Ese día llegó a su casa temprano con tiempo suficiente para prepararse física y sicológicamente a la labor cotidiana.

Cuando su mujer llegó, él estaba preparando la ropa sobre la cama. Ese ritual formaba parte de los preparativos. Era como vestir al torero antes de salir al ruedo o preparar a la novia antes de salir a la iglesia. Así se concentraba siempre.

Llevaban menos de un año de casados. Él, un viejo solterón que nadie creía capaz de estabilizarse con una sola mujer. Ella, una hermosa y joven exmaniquí de modas que había dejado de desfilar desde su matrimonio para dedicarse al hogar.

-¡Mi amor! ¡Mira lo que me compré hoy! ¿Te gusta? No tenía qué ponerme.

-Sí, está muy bonito, pero tus armarios están llenos de ropa que apenas si te has puesto, ¿eh?- contestó el hombre con picardía dándole un beso.

-No entiendes a las mujeres. Nosotras necesitamos ropa que vaya con nuestro estado de ánimo y como cambiamos tanto, no nos vasta con lo que guardamos en el ropero. Necesitamos siempre novedades, sentirnos bonitas.

-Sí, sí, claro está.

-Eres muy poco detallista. ¿Ya estuviste en la cocina?

-No

-Vas a ver lo bonita que me quedó. La hice pintar de rojo. Me tenían aburrida los colores claros. Parecía un hospital.

-¡Vaya! Iré a verla antes de irme pues debe de haber quedado muy original. ¡Je, je!

-Sí, mañana vendrá un decorador para proponernos cambios en todas las habitaciones. ¡Ya es hora de que cambiemos de muebles! ¿Me oyes? ¿Qué te pasa? Te veo preocupado- inquirió la rubia despampanante.

-Pamela, estoy buscando un calcetín rojo para mi vestido. Llevo casi una hora y nada que lo encuentro. ¿No lo has visto?

-No, anoche te lo pusiste, creo. ¿Dónde lo dejaste?

-En el puesto de siempre. En el vestuario donde cuelgo mis vestidos de trabajo, junto a los zapatos amarillos.

-Pues ponte otros calcetines. ¿Tienen que ser los rojos? Ponte los verdes o los violeta. Da igual.

-No, señora. Necesito los rojos. Aquí hay uno. ¿Dónde está el otro?

La mujer puso mala cara y se puso a buscar con su marido. Miraron debajo de la cama, en el baño, detrás de las puertas, en todos los cajones y entrepaños de los armarios. Nada de nada.

-Tiene que aparecer. No puedo irme sin él.

-Mira. Te pones la ropa en el trabajo, ¿no? Te vas con lo que tienes, yo te compro un nuevo par de calcetines rojos y te lo llevo a tu camerino antes de que empiece tu función. ¿Vale?

Aquiles miró su cama, repasó la composición de su traje. Estaba el vestido completo, saco, chaleco y pantalón de colores verde, rojo y amarillo. Estaba la peluca roja y el neceser de maquillaje. Estaba el sombrero pepeado y el bastón torcido. Hasta la nariz y un calcetín rojos estaban ahí esperándolo. Los zapatos amarillos de cincuenta centímetros de largo no faltaban. Le iba a tocar ponerse medias de otro color o aceptar la propuesta de su esposa. De pronto ella cambió de tema.

-Se me olvidaba contarte dos cosas muy importantes. Ven conmigo al jardín interior.

Bajaron las escaleras y entrando al jardín salió a su encuentro un cachorro shai pei con su piel arrugada que vino alegre y juguetón a saludarlos.

-¿No está divino? Lo compré esta mañana mientras dormías. No me pude aguantar. Como tenías esa casilla de perro en el jardín desocupada, me pareció que teníamos que darle vida. ¿Qué te parece?

Aquiles quedó sorprendido. Recordó a su viejo perro Pulgas que lo acompañó en sus primeros años de carrera de payaso.

-Espera, espera. Voy a traerte la segunda sorpresa. Ya vuelvo.

-¿El perro estuvo en nuestro cuarto?

-Sí, un ratito solamente.

Mientras su mujer entro de nuevo a casa. Aquiles tuvo un presentimiento. Metió la cabeza en la casilla del perro y ahí estaba el calcetín rojo babeado pero entero. ¡Qué alivio! Lo sacó justo a tiempo. Lo metió rápidamente en el bolsillo de su chaqueta antes de que llegara Pamela.

-Lee lo que dice este análisis de laboratorio. Lee rápido.

Aquiles descubrió con más sorpresa la noticia de que su esposa estaba embarazada. Se puso muy contento. Se abrazaron con fuerza. Sin decir nada, pensaba en el calcetín rojo que había salvado de ser despedazado por el perro pues contenía unos rollos de billetes de cien euros que había escondido para que su esposa no se los gastara. Tendría que cambiar de escondite.

domingo, 14 octubre 2012

Ni cuerpo que lo resista

NV-IMP823.JPGCuando llegó a la tienda de antigüedades de su abuelo esa tarde, lo encontró limpiando el polvo de los estantes aprovechando que no tenía clientes. La tarde estaba calurosa y el sueño rondaba la cabeza del viejo Baltasar. Estaba en el fondo, en el rincón de libros viejos en varios idiomas. Como de costumbre, después del colegio, Julia esperaba a sus padres en ese almacén:

-Hola, abuelo. ¿Cómo estás?- le dice dándole un beso en la mejilla.

-Bien, nena. ¿Y a ti cómo te fue en el cole? -contesta un poco distraído y añade- En mi escritorio te espera un vaso de leche y una tarta de manzana. Cuando termines ven y me ayudas a quitarle el polvo a estas lámparas y porcelanas, pero con mucho cuidado, ¿eh?

Baltasar volvió tranquilo y risueño a sus nostalgias mientras limpiaba una telaraña descubierta en un rincón entre los soldados de plomo y las muñecas viejas con cara japonesa. A veces recordaba a su esposa, María Carmen, muerta desde hacía ya trece años, que lo acompañaba en su negocio siempre hablando de sus dos hijos y de sus nueras que todavía no le daban nietos. Cómo soñaba con ser abuela, pero murió cuatro años antes de que naciera Julia, sin disfrutar ese placer.

El piso de arriba de la tienda seguía como lo dejó su mujer, cada mueble en su lugar. Hasta su ropa estaba todavía colgada como esperando a que regresara de algún viaje.

-Abuelo, abuelo. ¿Me ayudas con la tarea de historia? Es sobre la vida en esta ciudad hace un siglo. Seguro que te acordarás cómo era.

-Vaya, vaya. No soy tan viejo como piensas. Hace un siglo mi madre no había nacido y mi abuela era una niña como tú. ¡Je, je! Faltaban treinta y tantos años para que yo naciera. ¡Mira tú!

-No importa. Me contarás lo que te decían tus abuelos cuando eras niño. ¿Vale?

-Abuelo, ¿por qué los libros que venden no tienen imágenes? ¡Deben de ser muy aburridos!

-¡Qué ideas tienes!, niña. Las antigüedades son mi gran pasión, restauro muchos de los objetos que llegan hasta mi local para ser vendidos. Esos libros no son para niños sino para adultos que los buscan para coleccionarlos o para recordar viejos tiempos o qué sé yo para qué más.

La niña buscó un plumero para ayudar al viejo con la limpieza. Era un día tranquilo cercano a las vacaciones de verano. Había en el aire un ambiente estival que llamaba a estar en el mar jugando con las olas o construyendo castillos de arena.

-Abuelo, los niños del colegio me molestan. Me ponen a escondidas papelitos en mis libros diciéndome que me quieren o que alguien quiere ser mi novio. Son pesados. Lo malo es que no sé muy bien quién lo hace aunque sospecho de varios.

-No les pongas cuidado. Si te quieren de verdad, un día se atreverán a decírtelo en persona. Pero estás muy pequeña para andar ya pensando en novios. ¡Anda ya!

-Abuelo, ¿por qué no te casas de nuevo? Así no estarías tan solo.

El viejo repitió con paciencia las mismas respuestas de siempre mientras pensaba en esas mujeres del barrio que de pronto se habían interesado últimamente en él. Se sentía lisonjeado, afortunado y hasta menos viejo creyendo que a su edad alguna mujer lo mirara con otros ojos. Él que había decidido al enviudar vivir solo y tranquilo sin buscar amoríos.

En esas sonó la campanita de la puerta y tuvo que salir a atender al cliente que acababa de entrar. Era la bibliotecaria que compraba de vez en cuando libros antiguos. Tan simpática, inteligente y madura. Se notaba que había sido muy bonita de joven. Mientras charlaba con ella mandó a Julia a buscar el libro que le había separado en su escritorio según lo encargado. Julia lo puso en una bolsa y la compradora salió sonriente y contenta dejando al anticuario suspirando.

-Abuelo, abuelo. ¿Me dejas que te peine un ratito? ¡Dime que sí! No seas malo.

-Bueno, pero tus padres no demoran y tienes tareas por hacer.

El viejo se recostó en la silla de su escritorio mientras la nieta le peinaba sus cabellos blancos. Cerró los ojos para descansar sintiendo las manecitas que la acariciaban su cabeza. La niña no paraba de hablarle de cosas del colegio y de su mundo infantil. El viejo hasta tuvo tiempo de dormir una siesta muy corta.

Sonó de nuevo la campanita de la puerta. Baltasar salió de su letargo. Su nieta estaba estudiando muy juiciosa en el cuarto de al lado. Seguro había pasado varios minutos en un sopor profundo.

Eran las mellizas solteronas de la mercería que a veces pasaban buscando algún cachivache. También le habían gustado muchos años antes cuando eran jóvenes. Las últimas semanas habían pasado a su tienda una tras otra (o quizás la misma varias veces, pues no lograba distinguirlas) con cara menos larga que antes y eso le había llamado la atención. Ahora entraban visiblemente enfadadas.

-Buenas tardes, señoritas. ¿En qué puedo servirles?

-Venimos a que nos explique qué son estos papelitos que nos ha puesto en nuestras compras. Usted es un viejo verde irrespetuoso. Si al menos se hubiera fijado en una de las dos, pero confundirnos de esa manera. No, señor.

El viejo no entendía de qué se trataba. Entonces se puso las gafas y leyó unos papelitos que decían: Me gustas o Estoy enamorado de ti pero no sé cómo decírtelo o Mi abuelo la quiere mucho pero es muy tímido para declarárselo.

Baltasar se puso de mal genio e iba a gritar a su nieta para que viniera a explicarse cuando las mujeres chillaron:

-No vale la pena que nos explique. No nos verá más por aquí. Además debería de quitarse esos moños rosados de su cabeza. ¡Qué manera de peinarse! –y salieron tan rápido como llegaron.

Baltasar se tocó la cabeza y oyó unas risas de su nieta que lo observaba desde la puerta de la oficina. Al ver su mirada tan inocente su furia se desvaneció, no pudo resistir y se puso a reír a carcajadas con ella.

domingo, 29 julio 2012

Ruperto, con erre de raro

NV-IMP813.JPGVivía en una casa aislada en las afueras de la ciudad. Nadie lo invitaba. Apenas si lo llamaban los amigos o lo veían a las carreras. Comía con prisa y por obligación, como si fuera un sufrimiento o una tortura, siempre lo mismo: hamburguesas, papas fritas, gaseosa y pasteles de chocolate. Nada de frutas ni verduras. Con ese ritmo alimenticio había llegado a ser gordísimo. De todas formas nunca había sido un gourmet, sino todo lo contrario. Ruperto cada vez se volvía más raro. De manera drástica y contundente de pronto decidió vivir como un faquir, un asceta o un penitente. Fue desde que empezaron las epidemias y pandemias de la vaca loca, del SARS, de la gripe aviar, del A (H1N1), de la crisis de los pepinos y otras más. Sufrió un síndrome de pánico, no volvió al trabajo, no salió más de casa y empezó a enloquecer. Dejó de comer carne, luego pan, hasta llegar al extremo de que se alimentaba solo de miel y leche, pues afirmaba seguir el ejemplo de Pitágoras que no mataba para vivir. El vendedor a domicilio que le traía comida a casa dejó de recibir sus pedidos mas no se preocupó. Su cuenta bancaria estuvo suficientemente provisionada por años de ahorro. Cuando las facturas que pagaba automáticamente no tuvieron provisión, le cortaron luz, televisión por cable, teléfono, Internet, agua y gas. La última vez que se vio en el espejo no se reconoció: estaba más flaco que una aguja. Los gusanos que se lo comieron no tuvieron ningún escrúpulo en devorar la poca carne que cubría sus huesos. Fue el ujier mandado por el fisco para expulsarlo para vender su casa y muebles que encontró el esqueleto pelado rodeado de latas de conserva sin abrir.