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domingo, 24 enero 2010

Muerto de furia

NV-IMP595.JPGEl que quiere de esta vida todas las cosas a su gusto,
tendrá muchos disgustos,
Francisco de Quevedo

Siempre fue difícil complacerlo. Desde pequeño fue un tirano con sus hermanos: celoso, egoísta, dominante y peleador. En el colegio, igual: quería mandar en los juegos, era pesadísimo con los profesores, exigía buenas notas, pero no estudiaba suficientemente. Hasta con el profesor de historia se peleaba, ya que si hubiera sido Julio César, Napoleón o Bolívar, él hubiera hecho todo diferente. Estudió derecho para cambiar el país y fue de izquierda para cambiar el mundo. Se casó varias veces pues era tan exigente con sus mujeres que terminaba enamorado de otras aparentemente más perfectas, pero al fin y al cabo llenas de defectos según él. El hombre nuevo no surgía según las teorías comunistas, el gobierno no acababa con la pobreza, el marxismo no era lo que pensaba. Decepcionado, se convirtió en capitalista para invertir sus riquezas en el bien común, pero evidentemente mucho después de haber llenado sus bolsillos. Sus hijos nunca llegaron a la altura de sus esperanzas. Creía formarlos a la imagen de sus ideales, pero resultaron más burgueses y conformistas a sus ojos que toda su familia. Invirtió millones en fábricas de jabón para limpiar la suciedad del país y hacer a la gente más blanca, sacándolos de la cochambre. Esclavizó a empleados y no ganó nada. Sus exigencias le trajeron cada vez más enemigos. Andaba de mal genio insatisfecho con el mundo que le había tocado vivir sin haber logrado cambiarlo ni pizca.

Lo peor sucedió cuando murió por primera vez. Los médicos le aconsejaban calma, distanciamiento, tolerancia, distracciones y pasatiempos; él continuaba su exceso de trabajo y actividades. Un día lo encontraron pálido, tirado en el piso, tieso como piedra, con la boca llena de espuma y los ojos abiertos mirando el cielo raso. No pudieron reanimarlo. Los médicos decretaron que estaba muerto. Fue un descanso para todos. Nadie lo lloró. La gente se desahogaba contando lo malo que había sido, recordando sus berrinches y pataletas cuando nada salía como quería. ¡Por fin nos dejará descansar en paz! En medio del velorio de repente se oyó un grito, la tapa del ataúd se abrió de un solo golpe, el muerto se levantó y bramando trató a todos de imbéciles e inútiles pues lo que tenía era un ataque de catalepsia que nadie había sido capaz de diagnosticar. ¡Casi lo entierran vivo! Se escandalizó por la mala calidad del ataúd que tuvo que soportar varios días incómodamente. Echó a todos a gritos a la calle. Demandó a sus médicos, despidió a los inconcientes empleados que lo criticaron mientras él luchaba por revivir y desheredó a su familia.

Hasta su segunda y verdadera muerte, años después, no cesó de criticar, martirizar y explotar a su entorno. La verdadera muerte le llegó de un infarto fulminante. Ningún médico se atrevía a certificar que estaba muerto por miedo a las consecuencias de una segunda catalepsia mal diagnosticada. Solo cuando el cuerpo empezó a descomponerse, los galenos firmaron el acta de defunción. ¡Qué alivio para todos incluyendo al muerto!

domingo, 17 enero 2010

Elefantes azules

NV-IMP593.JPGCuando Patrice se despertó, estaba en el hospital en una habitación doble con su amigo Pablo en la otra cama. No sabía por qué estaba ahí. Pensó levantarse pero la fatiga no lo dejó moverse. Se sentía como si le hubieran dado una paliza. Al cabo de un rato Pablo despertó también sobresaltado.

  • - ¿Qué pasó? ¿Dónde estamos?.
  • - Creo que es un hospital. Ya vendrá alguien a vernos y a explicarnos por qué estamos aquí-- contestó Patrice sintiendo un dolor de cabeza como si hubiera estado tomando alcohol toda la noche.
  • - Solo me acuerdo que estábamos con unos extraterrestres.
  • - ¡Ah! ¿Sí? Cuenta, cuenta, a ver si me acuerdo también.
  • - Los vimos llegar en unos platillos voladores con ventanas de cristal de forma esférica dentro de la cual se veían unos seres de cabeza enorme iluminados por la luz del interior de la nave. Los movimientos de esta eran como de zigzag con unas aceleraciones impresionantes. De pronto se detuvieron, eran dos, y una luz amarilla salió de debajo de estas hacia nosotros dejándolas posarse lentamente delante de nosotros.
  • - Tienes razón ahora me acuerdo también de la escena. ¿Recuerdas el elefante azul que estaba flotando a su lado como si fuera un globo enorme? ¡Impresionante!
  • - Sí, señor. Recuerdo claramente ese elefante. De las naves salieron dos grupos de esos seres a una velocidad increíble y nos llevaron con ellos de inmediato. No hubo forma de escapar. Nos pusieron en unas camas con nuestros brazos y piernas atados fuertemente a unas barras.
  • - Nos quitaron la ropa y nos sacaron todo lo que encontraron en los bolsillos. ¿Eso fue cerca del bar l'Aiglon en el Pâquis? No me acuerdo bien.
  • - Seguro, pues nos habíamos quedado de ver en ese lugar. Te estuve esperando en la barra conversando con el barman a partir de las once de la noche. El ambiente estaba súper caliente como siempre. Buena música, mujeres bonitas bailando animadamente, muchos jóvenes.
  • - Me parece que pedimos los cocteles de siempre. Para mí un TNT de grand-marnier, cointreau, curasao naranja, ron blanco y jugo de naranja.
  • - Sí, y para mí un trinidad de tequila y curasao azul. Me gusta porque el color sale con las bolas azules de espejos que decoran el cielo raso. Lo raro es que me parece que esa noche las personas tenían las orejas largas como si fueran diablos. Curioso, curioso.
  • - ¿Qué nos habrán hecho esos marcianos en sus platillos voladores? ¿Por qué nos soltaron después? Si estamos aquí, será por algo.
  • - A menos que estemos en un hospital de los extraterrestres y ahora entren ellos a vernos. ¿Qué tal?
  • - ¡No digas bobadas! ¡Seamos optimistas!

Del corredor no llegaba mucho ruido. A veces se oían pasos y voces que no se entendían. La puerta de la habitación terminó por abrirse y entraron dos médicos, dos enfermeras y un grupo de estudiantes. Afortunadamente para Pablo y Patrice, no tenían cara de extraterrestres.

  • - Buenos días. Nos alegra mucho que ya se hayan despertado. Estuvieron en coma una semana. Hace apenas un par de días los pudimos traer a esta habitación normal. Tienen suerte. Los encontró la policía inconscientes en el parque Wilson al borde del lago, casi desnudos.
  • - ¿Los extraterrestres nos dejaron allí?
  • - ¿Extraterrestres? ¡Fueron unos bandidos los que le pusieron droga a sus bebidas en el bar y se los llevaron sin que ustedes se opusieran ya que les hicieron perder la voluntad y obedecían todo lo que les decían! Tienen suerte de estar vivos y de no tener secuelas. La dosis fue muy fuerte pero no les dejó lesiones en el cerebro. Lo hemos comprobado con escáner y resonancia magnética.

Los dos amigos quedaron mudos y se dejaron examinar en silencio. Aunque creyeron la versión de los médicos, en el fondo no quedaron muy convencidos de no haber sido raptados por unos extraterrestres.

sábado, 16 enero 2010

Más cara (2)

NV-IMP592.JPGCarmenza entró saludando a unos y otros mientras iba en dirección a la cocina para dejar el plato de pescado cerca al horno de microondas. Algunos se reían de verla así disfrazada de gallo, otros no la reconocían o no la conocían y la miraban con curiosidad. Antonio trataba de seguirla saludando a un payaso por aquí, a un gladiador romano por allá, a una pantera rosa por allí y así sucesivamente. Había muchos invitados.

Patricia estaba en la cocina muy ocupada con una olla muy grande de sopa espesa. La revolvía con un cucharón de madera enorme. Se saludaron de beso. Patricia era francesa. Antonio se presentó en un francés nada fluido con un acento español muy fuerte. «Sírvenos una sangría, Antonio. Por favor», le dijo la dueña de casa mientras las dos amigas se saludaban y hablaban de sus vidas pues no se veían a menudo.

La francesa era una etnóloga relativamente conocida que viajaba mucho, investigando sobre la vida de pueblos autóctonos en países tropicales. Había regresado de Panamá con muchos datos para un nuevo libro. Siempre volvía con recetas culinarias novedosas aprendidas de abuelas indígenas, con ingredientes difíciles de conseguir, pero que ella traía en su maleta. La sopa era una poción de los indios embera en la provincia del Darién a base de ñame, otoe, maíz, yuca y un poco de hongos alucinógenos.

Antonio regresó con las tres sangrías y al poco tiempo ya andaba pasando de grupo en grupo conversando con corredores de bolsa, abogados, carteros, desempleados, publicistas, artistas, escritores, cineastas y tantas otras personas que se divertían charlando en ese amplio apartamento tipo loft desde lo alto del edificio con vista a las pistas del aeropuerto de Cointrin y las montañas del Jura. El paisaje estaba casi completamente cubierto por un manto de nieve que lo hacía silencioso.

Todos los convives eran jóvenes de treinta a cuarenta años. Al cabo de un rato Antonio llegó a la conclusión de que la mayoría tenía en común su soltería y el rechazo a tener hijos. En cada rincón se oían idiomas diferentes: francés, alemán, italiano, inglés, español, ruso y otros que no reconoció. Con su francés rudimentario y sus vagas nociones de inglés logró conversar a pesar de algunos malentendidos por falsos amigos que hicieron reír varias veces. La noche iba a ser larga.

10:14 Anotado en Cuentos | Permalink | Comentarios (0) | Tags: ficción, fiestas, disfraz, nieve