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domingo, 31 agosto 2014

24 de junio de 1978

memoria, destino, tiempoEra el día soñado. Tras los controles de aduana del aeropuerto El Dorado de Bogotá, volteé a mirar para despedirme de un numeroso grupo de manos de familiares y amigos que decían adiós. Con casi 24 años me sentía maduro y listo para enfrentarme a lo desconocido. Era el viaje más lejano y más largo de mi corta existencia.

En un avión colombiano con azafatas «sin acento» prolongaba mis lazos nacionales invisibles. Se oían entonaciones exóticas en bocas de españoles de vacaciones a su patria y latinoamericanos de turismo a Europa.

El espacio entre las hileras de sillas era más grande que ahora. Había una gran pantalla de cine pero tocaba alquilar audífonos. Como no iba lleno, durante la noche con suerte se podía dormir acostado en varias sillas.

Las escalas fueron largas. En Caracas caminé varias veces el aeropuerto de un extremo al otro. En Puerto Rico, metidos en una salita sin tiendas con un policía en la puerta vigilando que nadie se escapara pero con bebidas y sándwiches gratuitos, la espera fue interminable. Madrid era el último contacto con gente hispanohablante. Yo llevaba dólares. Creo que no cambié dinero y bebí agua mientras nos llamaban de nuevo a abordar la nave. Las seis horas de diferencia me tenían perturbado.

Para el último trayecto, casi todos se habían bajado en España y pocos nuevos subieron. Estaba yo muy concentrado llenado los documentos de inmigración cuando un joven se acercó sonriendo mostrándome su pasaporte. No decía nada. Por fin comprendí que pedía ayuda para llenarlos. Era un mauritano con pasaporte en árabe y francés difícil de entender. Escribí lo que pude. Quizás era analfabeto.

Por la ventanilla yo escudriñaba el continente europeo esperando ver más ciudades que campo, dada la alta densidad de la población, pero no, todo era verde. No sé si logré ver París antes del aterrizaje en Charles de Gaulle y el encuentro con Francia. Llevaba un equipaje de mano de diez kilos y una gran maleta de veinte en la bodega. No tenían ruedas, pero con una pequeña carretilla metálica que compré cargué todas mis pertenencias. Al salir del avión me acerqué a un puesto de información para estrenar la primera frase en francés. La encargada contestó en español mostrando el camino.

Todo era nuevo y extraordinario: los días largos del verano con luz del día hasta casi medianoche, avisos con palabras recientemente aprendidas, el acento difícil de entender, el metro y sus olores característicos, la comida, la gente, la Torre Eiffel (primer lugar turístico que visité para convencerme de que no era un sueño), el ambiente y moda.

Fue una avalancha de impresiones. Recuerdos ahora tan lejanos y borrosos. Éramos cuatro afortunados becarios del Gobierno Francés escogidos ese año. Me tocaba pasar el verano en Grenoble estudiando francés y después empezar un postgrado en esa misma ciudad. La idea era volver al cabo de tres años con un doctorado en informática. ¡Quién iba a pensar que me quedaría a vivir aquí desde ese día!

domingo, 28 octubre 2012

Desde el final

ficción,desilusión,memoria,cambiosHacía tanto tiempo que no se veían que no se reconocerían. Por eso se sentó con una flor en la solapa en la mesa convenida de la cafetería del centro comercial. Ella debería llegar con un sombrero de cinta roja, gafas negras y un vestido blanco y rojo. Se sentó entusiasmado a esperarla.

El mesero trajo la bebida que había ordenado. Mientras la saboreaba lentamente, pensaba en tantos lustros alejado de la ciudad. Treinta años de demoliciones y construcciones caóticas habían dejado reconocible solo la ciudad vieja. Si se hubiera quedado, todo le hubiera parecido natural y tal vez ya ni se acordaría de ella, la mujer que vendría de un momento a otro. Cuando se despidieron, le dijo que volvería a buscarla, se dieron un beso apasionado (¿en un cine, en un carro, en la sala de su casa?) pero la distancia borró las promesas y secó las lágrimas de los ojos.

Una sombra lo sacó de sus cavilaciones. Estaba frente a él la mujer que tanto quiso en su juventud. El corazón le palpitaba con fuerza. Se levantó para saludarla con un beso pero ella muy fría le tendió la mano y se sentó sin tardar.

‑De manera que has vuelto a la escena del crimen, Orlando.

‑No has cambiado, Amalia, siempre tan hermosa y elegante.

‑Casi no vengo, pero la curiosidad por ver tu cara me ganó. A ti sí que se te notan los años, amigo. Te veo canoso, gordo y arrugado, aunque parece que todavía tienes fuerzas. ¡Ja, ja!

‑Te encontré por Facebook. Deberías de tener cuidado con la información que publicas ahí. En tu perfil aparece tu dirección y teléfono. Poco prudente.

‑No sé cómo llegaste a mí ni por quién te hiciste pasar o amigo de quién te hiciste para poder entrar de repente en mi vida.

‑Te llamé varias veces pero no me atreví a hablar. Cuando por fin tomé valor, alguien me dijo que estabas de viaje. Menos mal que al fin pudimos darnos cita. Estuve paseando por el barrio. Todo ha cambiado. Lo veo más pequeño y viejo. Fue como recorrer postales antiguas con fachadas de hoy. Las calles donde caminábamos tomados de la mano, las casas de los amigos donde organizábamos fiestas, el club social donde nos conocimos desde niños… Ahora sí, vengo por ti.

‑¿Quién te crees? He hecho mi vida sin ti. ¿Esperabas sinceramente que dejaría todo ahora mismo para irme contigo? ¡Ja, ja! Pobre idiota.

Orlando pensó en el tiempo perdido, en su vida en Estados Unidos, en la clandestinidad, en los sufrimientos, en sus matrimonios y divorcios, en la enfermedad que le habían descubierto y que poco a poco iría a borrarle todos sus recuerdos y memoria. Para qué contárselo.

‑¿Con quién estás ahora?, Amalia. Todavía hay tiempo para revivir juntos ese amor que se nos escapó.

‑Para que sepas, estoy casada con un militar muy importante que se ha metido a la política y le está yendo muy bien. Tenemos dos hijos que van a tener mucho éxito en este país pues son expertos financieros. Me dedico a obras de caridad con ayuda de la iglesia. Todos tus recuerdos están quemados y destruidos tanto físicamente como mentalmente.

Sintió una puñalada en pleno pecho. Pareciera como si para vengarse ella hubiera buscado lo que él más odiaba en su vida: militares, banqueros, políticos y religiosos. Miró el reloj, contó las horas que le quedaban y se fue refunfuñando sin decir adiós. Esta vez sí no volvería jamás a encontrarse con ella.

domingo, 01 julio 2012

Romilda, con erre de rara

NV-IMP809.JPGDesde que aprendió a montar en bicicleta, siendo muy niña, los gestos le quedaron grabados indeleblemente en su memoria corporal. Era como haber aprendido a caminar o a respirar, a tal punto que casi con sesenta años, después de muchos de sedentarismo y de viajes en autobuses llenos de gentío, volvió a usar el velocípedo sin ningún problema.

Sintió de nuevo la libertad de desplazarse guardando el equilibrio con la brisa de frente golpeándole la cara. Ahorrar para comprarse su bici y ser independiente fue el reciente objetivo que había alcanzado con sacrificio. Con los años la vista le había mermado y le costaba trabajo reconocer los autobuses para moverse por la ciudad, sobre todo cuando decidieron pintarlos todos del mismo color. ¡Qué mala idea!

Otra mala noticia era que pensaban cambiar los contadores eléctricos y de gas por unos sistemas electrónicos que captarían el consumo exacto a distancia y no necesitarían de empleados como ella para ir de casa en casa anotando los datos de cada aparato manualmente.

Conociendo la eficacia de la administración, calculaba que llegaría a la jubilación antes de que la declararan superflua. Sin embargo, le preocupaba que el jovencito que habían nombrado de jefe recientemente se interesara en su trabajo. Tenía cita con él esa mañana.

Romilda nunca había querido cambiar de puesto. Le encantaba ir de casa en casa sin prisa anotando el consumo de todos los hogares sin que nadie la vigilara. Terminaba temprano su tarea diaria para irse a ver telenovelas en casa o a charlar con amigas. Le bastaba el sueldo miserable para sobrevivir sin ilusiones ni quimeras.

El jefecito estaba esperándola en su despacho, la miró sin interés y le dijo sin preámbulos:

-      Tenemos que evaluar sus conocimientos para ver en qué otro puesto la podremos colocar cuando lleguen los contadores electrónicos telemáticos.

-      Estoy contenta con mi puesto. Nadie se ha quejado de mí en todos los años que llevo en esta empresa. Déjeme tranquila que seguro que van a pasar años antes de que remplacen todos esos aparatos antiguos por los modernos.

El jefezuelo insistió. Le dio un formulario de evaluación para que lo llenara de inmediato. La pobre mujer acorralada tuvo que confesar lo que nunca había dicho:

-      Vea usted. No sé leer ni escribir. No vale la pena que me pida que llene formularios. Cumplo con mi trabajo dibujando los números que veo en los contadores sin entender de qué se trata. Claro que de niña aprendí a leer, escribir, sumar y restar, pero por falta de práctica se me olvidó todo. No insista.

El hombre no podía creerlo. La sinceridad de Romilada lo dejó desarmado. La mujer daba al mismo tiempo lástima y admiración. Tras un largo minuto de duda dijo:

-      No se preocupe, esto queda entre los dos. No la cambiaré de puesto. Usted se ocupará de todos esos aparatos manuales hasta que desaparezcan.

Después de salir de su sorpresa, Romilda salió agradecida y como si nada se fue a montar en bicicleta, pensando en la buena suerte que tenía de tener un jefe tan comprensivo y humano. Al fin y al cabo de qué servía leer y escribir si ella había logrado sobrevivir sin esas habilidades.