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viernes, 10 agosto 2012

Velada literaria

CartelVeladaLiteraria20120816.JPGEstoy curioso por saber cómo va a resultar la velada del próximo jueves 16 de agosto en Bogotá. Es un ejercicio interesante que permite interactuar con lectores antiguos o nuevos. Sin embargo no es fácil ni natural para mí, que soy más bien reservado y observador y no me gusta aparecer en primer plano como si fuera una vedette. Toca confrontarse con el lectorado potencial para darles ganas de leer lo que uno ha escrito. Recibir comentarios de quienes ya han leído uno de mis libros es siempre enriquecedor. A veces me sorprenden con sus interpretaciones y sus puntos de vista o cuando me recuerdan textos que escribí hace tiempo y ya había olvidado muchos detalles. Parece como si fuera otra persona que los hubiera escrito. La principal incógnita es la participación: viviendo en el extranjero es difícil movilizar y promover este evento sin conocer los medios de comunicación locales. He invitado a través del correo electrónico y las redes sociales y ahora por este blog. A ver si ustedes pasan la voz e invitan más gente. Entonces, estimados lectores, si están por aquí, me gustaría encontrarme con ustedes personalmente para charlar un rato.

Jueves, 16 de agosto de 2012 a las 7 pm
Librería Lerner, Calle 92 No 15-23, Bogotá, Colombia
http://www.librerialerner.com.co/
Presentación de libros
Autor: Nelson Verástegui C.
Moderador: Fernando Fernández
Seguida de una copa de vino

domingo, 05 agosto 2012

Milagros

NV-IMP814.JPGMe llamo Milagros, aunque mi padre quería llamarme Carmen por haber nacido en el día de su santo. Mi madre insistió en ponerme mi nombre porque precisamente había pedido a la Virgen de los Milagros que le concediera tener hijos pues parecía que fuera estéril. Al cabo del tiempo nací yo para alegría del hogar, seguida por mis siete hermanos.

No me gustaba ese nombre pero qué se le va a hacer. Tampoco me lo quiero cambiar. Resultó ser original y útil.

Cuando yo nací mi madre hizo una segunda promesa, esta vez al Sagrado Corazón, para pedir otro milagro. Resulta que su abuelo el coronel Protasio Pigoanza, héroe de la Guerra de los Mil Días y encargado de mediar con mucho éxito en Puerto Rico (Caquetá) entre los manifestantes de la crisis del caucho y el gobierno central, le confió un secreto en su lecho de muerte; era su nieta preferida. Le indicó que tenía escondido un tesoro de guerra, un cofre lleno de monedas de plata y oro, que se lo dejaba de herencia. Lo malo es que estiró la pata antes de explicarle dónde se hallaba exactamente.

Guardando el secreto, empezó a buscar por todas partes empezando por la finca donde había muerto el abuelo. Contrató a un radiestesista para que explorara todos los rincones. Fuera de descubrir una fuente de agua subterránea y una guaca indígena vacía, no logró nada.

Entonces mi madre reiteró la promesa comprometiéndose a llevarme a misa todos los domingos con el hábito de las carmelitas hasta que le llegara una indicación divina de dónde estaba el tesoro. El vestido era un hábito color, café de paño, con su capucha y cordón. Me tocaba ir descalza desde la casa atravesando el pueblo como si fuera a un suplicio.

¡Qué vergüenza! Era horroroso. No quería que mis amiguitos me vieran con ese disfraz. Me escondía para que no me vistieran así, pedía que fuéramos a la misa de seis de la mañana o escondía el hábito encima de los armarios o debajo de las camas pero siempre terminaban poniéndomelo.

Desesperada decidí deshacerme para siempre del bendito disfraz. Lo puse en un balde de aluminio, lo prendí con un fósforo, cerré la puerta de mi cuarto y me fui corriendo a jugar con mis amigas al parque. Como era una niña de ocho añitos, no tenía consciencia de las consecuencias de mis actos.

Al rato pasaron los bomberos y todo el pueblo se fue a mi casa para ayudar a apagar el gran incendio que yo había causado sin querer. La gente echaba agua en cuanto recipiente podía. Al cabo de tres horas de lucha por fin lograron apagarlo. La casa quedó destruida. Vivíamos como veinte personas en ella contando familia y sirvientes. De milagro no hubo muertos ni heridos.

En esa época no había las técnicas actuales para determinar la razón del siniestro. Nadie se imaginaba quién había podido comenzar esa catástrofe. Circularon todo tipo de rumores desde un corto circuito hasta un acto criminal de algún exempleado que se hubiera vengado por haber perdido el puesto o por envidias de la competencia comercial en el pueblo.

Menos mal que mi madre buscando recuperar de entre los escombros lo que pudiera servir, se topó con el famoso cofre de mi bisabuelo que nos salvó de la ruina y la pobreza.

Gracias a esa suerte milagrosa, la familia pudo disfrutar de una riqueza inimaginable y vivir en un palacete construido sobre las cenizas de la vieja casa. Eso sí, a nadie le he contado cómo comenzó el incendio. Para todos fue un verdadero milagro.

domingo, 29 julio 2012

Ruperto, con erre de raro

NV-IMP813.JPGVivía en una casa aislada en las afueras de la ciudad. Nadie lo invitaba. Apenas si lo llamaban los amigos o lo veían a las carreras. Comía con prisa y por obligación, como si fuera un sufrimiento o una tortura, siempre lo mismo: hamburguesas, papas fritas, gaseosa y pasteles de chocolate. Nada de frutas ni verduras. Con ese ritmo alimenticio había llegado a ser gordísimo. De todas formas nunca había sido un gourmet, sino todo lo contrario. Ruperto cada vez se volvía más raro. De manera drástica y contundente de pronto decidió vivir como un faquir, un asceta o un penitente. Fue desde que empezaron las epidemias y pandemias de la vaca loca, del SARS, de la gripe aviar, del A (H1N1), de la crisis de los pepinos y otras más. Sufrió un síndrome de pánico, no volvió al trabajo, no salió más de casa y empezó a enloquecer. Dejó de comer carne, luego pan, hasta llegar al extremo de que se alimentaba solo de miel y leche, pues afirmaba seguir el ejemplo de Pitágoras que no mataba para vivir. El vendedor a domicilio que le traía comida a casa dejó de recibir sus pedidos mas no se preocupó. Su cuenta bancaria estuvo suficientemente provisionada por años de ahorro. Cuando las facturas que pagaba automáticamente no tuvieron provisión, le cortaron luz, televisión por cable, teléfono, Internet, agua y gas. La última vez que se vio en el espejo no se reconoció: estaba más flaco que una aguja. Los gusanos que se lo comieron no tuvieron ningún escrúpulo en devorar la poca carne que cubría sus huesos. Fue el ujier mandado por el fisco para expulsarlo para vender su casa y muebles que encontró el esqueleto pelado rodeado de latas de conserva sin abrir.