domingo, 04 noviembre 2012
Gourmet
«Perdone, ¿dónde está la sección de ciencias?», preguntó el niño. La bibliotecaria sonrió al ver un lector tan joven interesarse por esos temas. Le indicó la sección correspondiente y se olvidó de él hundiéndose en sus papeles.
La sala estaba llena de estudiantes silenciosos leyendo libros gordos de todo tipo, haciendo tareas o conectados a la Internet en largas filas de terminales informáticos.
El pequeño buscó entre los manuales de química sistemáticamente hasta que encontró el que necesitaba. Por fortuna estaba en uno de los estantes de abajo. Pasó las páginas hasta llegar al índice donde estaba la fórmula mágica de la que hablaban en un foro de la Internet pero sin dar detalles suficientes. Fotografió las páginas correspondientes y se esfumó.
La bibliotecaria no lo vio salir y al final del día ya lo había olvidado por completo. Dos días después, leyendo el periódico y viendo su foto en la primera página, lo reconoció de inmediato. El artículo decía:
Niño de 8 años fabrica un pedo químico para protestar por la calidad de su restaurante escolar. El establecimiento estará cerrado varios días mientras logran quitarle el mal olor. El director prometió mejorar la comida. El niño ha sido excluido de clase durante una semana. Su padre, un chef de restaurante de cinco estrellas, ha declarado que comprende a su hijo pero que no aprueba sus métodos.
07:37 Anotado en Cuentos, Juego de escritura | Permalink | Comentarios (1) | Tags: ficción, química, olfato, gusto
domingo, 28 octubre 2012
Desde el final
Hacía tanto tiempo que no se veían que no se reconocerían. Por eso se sentó con una flor en la solapa en la mesa convenida de la cafetería del centro comercial. Ella debería llegar con un sombrero de cinta roja, gafas negras y un vestido blanco y rojo. Se sentó entusiasmado a esperarla.
El mesero trajo la bebida que había ordenado. Mientras la saboreaba lentamente, pensaba en tantos lustros alejado de la ciudad. Treinta años de demoliciones y construcciones caóticas habían dejado reconocible solo la ciudad vieja. Si se hubiera quedado, todo le hubiera parecido natural y tal vez ya ni se acordaría de ella, la mujer que vendría de un momento a otro. Cuando se despidieron, le dijo que volvería a buscarla, se dieron un beso apasionado (¿en un cine, en un carro, en la sala de su casa?) pero la distancia borró las promesas y secó las lágrimas de los ojos.
Una sombra lo sacó de sus cavilaciones. Estaba frente a él la mujer que tanto quiso en su juventud. El corazón le palpitaba con fuerza. Se levantó para saludarla con un beso pero ella muy fría le tendió la mano y se sentó sin tardar.
‑De manera que has vuelto a la escena del crimen, Orlando.
‑No has cambiado, Amalia, siempre tan hermosa y elegante.
‑Casi no vengo, pero la curiosidad por ver tu cara me ganó. A ti sí que se te notan los años, amigo. Te veo canoso, gordo y arrugado, aunque parece que todavía tienes fuerzas. ¡Ja, ja!
‑Te encontré por Facebook. Deberías de tener cuidado con la información que publicas ahí. En tu perfil aparece tu dirección y teléfono. Poco prudente.
‑No sé cómo llegaste a mí ni por quién te hiciste pasar o amigo de quién te hiciste para poder entrar de repente en mi vida.
‑Te llamé varias veces pero no me atreví a hablar. Cuando por fin tomé valor, alguien me dijo que estabas de viaje. Menos mal que al fin pudimos darnos cita. Estuve paseando por el barrio. Todo ha cambiado. Lo veo más pequeño y viejo. Fue como recorrer postales antiguas con fachadas de hoy. Las calles donde caminábamos tomados de la mano, las casas de los amigos donde organizábamos fiestas, el club social donde nos conocimos desde niños… Ahora sí, vengo por ti.
‑¿Quién te crees? He hecho mi vida sin ti. ¿Esperabas sinceramente que dejaría todo ahora mismo para irme contigo? ¡Ja, ja! Pobre idiota.
Orlando pensó en el tiempo perdido, en su vida en Estados Unidos, en la clandestinidad, en los sufrimientos, en sus matrimonios y divorcios, en la enfermedad que le habían descubierto y que poco a poco iría a borrarle todos sus recuerdos y memoria. Para qué contárselo.
‑¿Con quién estás ahora?, Amalia. Todavía hay tiempo para revivir juntos ese amor que se nos escapó.
‑Para que sepas, estoy casada con un militar muy importante que se ha metido a la política y le está yendo muy bien. Tenemos dos hijos que van a tener mucho éxito en este país pues son expertos financieros. Me dedico a obras de caridad con ayuda de la iglesia. Todos tus recuerdos están quemados y destruidos tanto físicamente como mentalmente.
Sintió una puñalada en pleno pecho. Pareciera como si para vengarse ella hubiera buscado lo que él más odiaba en su vida: militares, banqueros, políticos y religiosos. Miró el reloj, contó las horas que le quedaban y se fue refunfuñando sin decir adiós. Esta vez sí no volvería jamás a encontrarse con ella.
09:30 Anotado en Cuentos, Juego de escritura | Permalink | Comentarios (1) | Tags: ficción, desilusión, memoria, cambios
domingo, 09 septiembre 2012
El tictac clandestino
En un país lejano, aunque menos lejano que antes gracias a los avances de las telecomunicaciones, vivía hace mucho tiempo un rey poderoso y tiránico que se aburría en su palacio de oro. Estaba muy molesto de oprimir de la misma forma a su pueblo y furioso de no encontrar nada nuevo para ocuparse y distraerlos. Solo le llegaban de boca de sus espías los lamentos y quejas de lo largo que era su reino, de lo demorados que eran los trámites burocráticos en la administración real, de lo lento que pasaba el tiempo o al contrario del tiempo que no alcanzaba para hacer todo lo que él ordenaba.
La buena idea le llegó de repente: decidió prohibir contar el tiempo para despistar a la oposición y entretener otra vez a su pueblo con peleas estériles.
El rey a pesar de su delirio había ordenado que a nadie en su reino le faltara lo mínimo para vivir, comida y techo, aunque mando a esterilizar a los paupérrimos que eran los que no conseguían ganar un mínimo legal. Así pensaba regular la población y mejorar el nivel de vida de todos.
Años antes había funcionado muy bien cambiar los apellidos de toda la población excepto los de su propia familia, renombrar las calles y poner patas arriba la nomenclatura de todas las ciudades y embarullar todos los libros de historia. Eso dio que hablar durante años y desorganizó al enemigo pero a pesar de todo las protestas y las intrigas volvieron a aparecer como antes.
La idea de detener el curso de las horas le llegó cuando supo que la gente se la pasaba hablando del tiempo, pero no solo del clima, sino de los minutos y segundos.
«¡Qué pérdida de tiempo! Si hubiera forma de abolir las horas, me liberaría de esas críticas y podría durar eternamente en el poder», pensó. Su mandato no terminaría pues su duración oficial no se podría cumplir, los jóvenes nunca llegarían a la mayoría de edad y los votantes se irían muriendo con el tiempo hasta que no quedara ninguno para ejercer la falsa monarquía constitucional. No habría necesidad de hacer más trampas. ¡Genial!
Los científicos se reunieron para tratar de convencerlo. Nombraron una comisión para que le explicara la necesidad de los relojes. Contestó que la naturaleza no tenía relojes y sin embargo funcionaba bien. «¿Cuándo se ha visto a las abejas consultar la hora para ponerse a trabajar?», les espetó. No puso cuidado explicaciones sobre relojes internos que llevarían los animales y las plantas y los mandó a ejecutar de inmediato al paredón.
Confiscó todos los cronómetros, despertadores y relojes de pulsera, detuvo y cubrió todos los horarios visibles en lugares públicos, silenció campanas y carrillones, derribó campanarios, amarró péndulos y vació relojes de arena y clepsidras. Decretó que las computadoras y procesadores electrónicos no debían dejar visibles fechas ni horas en los ficheros informáticos ni en las redes de telecomunicaciones aunque internamente no había más remedio que dejarlos contar los nanosegundos para que funcionaran con sus relojes internos. Eso sí, los calendarios, agendas y almanaques fueron quemados en las plazas públicas y se prohibió su publicación.
Así pensaba ser libre y liberar al mundo para que no pensara más en edades, aniversarios y cumpleaños, ni en cumplir planes o plazos, los transportes serían organizados por computador y automáticamente con horarios variables y aleatorios. La gente iría a trabajar según la luz del sol: más horas en verano y menos en invierno según la latitud de cada ciudad. La gente comería a la hora en que tuviera hambre y no cuando las manecillas del reloj lo decretaran.
Todas las emisiones de televisión y radio extranjeras estarían censuradas para que no llegaran a los oídos de la gente la hora o fecha de ningún país. Los correos electrónicos viajarían todos con la misma fecha y hora, la de la ley presidencial que mató el tiempo. Los sitios internet estaban infiltrados y todas las comunicaciones trucadas para que no se supiera la hora. Nadie llegaría temprano ni tarde a reuniones que solo se podrían organizar de improvisto. El dinero en los bancos no ganaría más intereses pues no habría forma de calcularla. Los ahorros saldrían a circular y a invertirse o gastarse sin límites.
Desde luego floreció un negocio clandestino muy lucrativo: ver un reloj en funcionamiento, escuchar su tictac y comprar minutos de tiempo para disfrutar de la noción del paso de las horas. Comprar un minuto y quedarse viendo las manecillas de un reloj dar vueltas sin parar era lo máximo.
Mientras tanto la gente se fue acostumbrando al nuevo ritmo de vida y terminó gustándole esa existencia sin apuros y sin planes para el futuro. Lo único que existía era el presente.
La oposición creyó que era el momento de darle la estocada final a la monarquía pues ese nuevo orden era el colmo. ¡El tiempo era de todos y no se podía confiscar! No fue fácil organizarse. Imprimieron miles de ejemplares de la obra El rey se muere de Ionesco. Esperaban que la gente tomara conciencia de su situación.
Cuando el rey se enteró de los planes, decidió atacarlos con sus mismas armas. Hizo representar la misma obra en todos los teatros e infiltró en el público actores que estaban a su favor y gritaban: ¡viva el rey y muera Cronos!
Inexorablemente, aunque los relojes no funcionaban, el tiempo terco siguió su marcha y el destino golpeó directo al pecho del soberano con un infarto fulminante que liberó al pueblo de su encierro en el presente. ¡Por fin volvieron a ser libres de la opresión del soberano pero prisioneros para siempre del tiempo tirano que no para!