domingo, 05 agosto 2012
Milagros
Me llamo Milagros, aunque mi padre quería llamarme Carmen por haber nacido en el día de su santo. Mi madre insistió en ponerme mi nombre porque precisamente había pedido a la Virgen de los Milagros que le concediera tener hijos pues parecía que fuera estéril. Al cabo del tiempo nací yo para alegría del hogar, seguida por mis siete hermanos.
No me gustaba ese nombre pero qué se le va a hacer. Tampoco me lo quiero cambiar. Resultó ser original y útil.
Cuando yo nací mi madre hizo una segunda promesa, esta vez al Sagrado Corazón, para pedir otro milagro. Resulta que su abuelo el coronel Protasio Pigoanza, héroe de la Guerra de los Mil Días y encargado de mediar con mucho éxito en Puerto Rico (Caquetá) entre los manifestantes de la crisis del caucho y el gobierno central, le confió un secreto en su lecho de muerte; era su nieta preferida. Le indicó que tenía escondido un tesoro de guerra, un cofre lleno de monedas de plata y oro, que se lo dejaba de herencia. Lo malo es que estiró la pata antes de explicarle dónde se hallaba exactamente.
Guardando el secreto, empezó a buscar por todas partes empezando por la finca donde había muerto el abuelo. Contrató a un radiestesista para que explorara todos los rincones. Fuera de descubrir una fuente de agua subterránea y una guaca indígena vacía, no logró nada.
Entonces mi madre reiteró la promesa comprometiéndose a llevarme a misa todos los domingos con el hábito de las carmelitas hasta que le llegara una indicación divina de dónde estaba el tesoro. El vestido era un hábito color, café de paño, con su capucha y cordón. Me tocaba ir descalza desde la casa atravesando el pueblo como si fuera a un suplicio.
¡Qué vergüenza! Era horroroso. No quería que mis amiguitos me vieran con ese disfraz. Me escondía para que no me vistieran así, pedía que fuéramos a la misa de seis de la mañana o escondía el hábito encima de los armarios o debajo de las camas pero siempre terminaban poniéndomelo.
Desesperada decidí deshacerme para siempre del bendito disfraz. Lo puse en un balde de aluminio, lo prendí con un fósforo, cerré la puerta de mi cuarto y me fui corriendo a jugar con mis amigas al parque. Como era una niña de ocho añitos, no tenía consciencia de las consecuencias de mis actos.
Al rato pasaron los bomberos y todo el pueblo se fue a mi casa para ayudar a apagar el gran incendio que yo había causado sin querer. La gente echaba agua en cuanto recipiente podía. Al cabo de tres horas de lucha por fin lograron apagarlo. La casa quedó destruida. Vivíamos como veinte personas en ella contando familia y sirvientes. De milagro no hubo muertos ni heridos.
En esa época no había las técnicas actuales para determinar la razón del siniestro. Nadie se imaginaba quién había podido comenzar esa catástrofe. Circularon todo tipo de rumores desde un corto circuito hasta un acto criminal de algún exempleado que se hubiera vengado por haber perdido el puesto o por envidias de la competencia comercial en el pueblo.
Menos mal que mi madre buscando recuperar de entre los escombros lo que pudiera servir, se topó con el famoso cofre de mi bisabuelo que nos salvó de la ruina y la pobreza.
Gracias a esa suerte milagrosa, la familia pudo disfrutar de una riqueza inimaginable y vivir en un palacete construido sobre las cenizas de la vieja casa. Eso sí, a nadie le he contado cómo comenzó el incendio. Para todos fue un verdadero milagro.
domingo, 08 julio 2012
Sueños en tecnicolor
Mi amigo Francisco tiene un cuarto mágico. Vive en la casa de sus padres que ha convertido en residencia de estudiantes. Tiene tantas habitaciones y espacio que todavía le sobra campo para más jóvenes. Se nota que lo estiman, pues el ambiente es muy agradable. La última vez que lo visité lo vi más viejo, pero con el mismo buen humor de siempre. Era un pueblo tranquilo que quedaba a las afueras de la capital, ahora convertido en un barrio más de Bogotá que se traga todo en su expansión.
Estuvimos tomando café y recordando el tiempo de la infancia cuando jugábamos por ese caserón imaginando mundos fantásticos. El cuarto que más me gustaba era uno que ellos llamaban de San Alejo, donde guardaban en un desorden increíble lo que no usaban pero que podría servir, lo que usaban rara vez o muebles que los habían aburrido y estaban guardados para olvidarlos y volverlos a sacar cuando los vieran otra vez como nuevos.
Le pregunté qué habían hecho con todo lo que tenían guardado en ese cuarto de corotos. Me dijo:
- Ese es el único lugar que está intacto desde que éramos niños. Lo mantengo cerrado con llave. Nadie tiene derecho a entrar, ni siquiera para la limpieza. Poco después de que tú y tu familia se fueron a vivir a Cali, Natalia, mi hermana menor, murió accidentalmente jugando ahí dentro. Fue atroz. Desde entonces, nadie más ha entrado.
Me dejó sorprendido. Le pedí que me dejara ir a ver para recordar nuestros años de infancia en los que jugábamos a los vaqueros, a policías y ladrones, a cazar los gatos de la casa como si fueran tigres, al escondite, a montar en triciclo por los amplios corredores de la vieja casa como si estuviéramos en carreras de fórmula uno. Lo dudó un momento, pero me tendió las llaves diciendo: «aquí te espero».
La puerta muy alta tenía un candado enorme. A esa hora casi no había nadie en casa. Pensé que por falta de uso la llave no funcionaría. Con paciencia la forcé un poco hasta que aflojó. Las ventanas estaban cerradas. Entré en la oscuridad y cerré detrás de mí.
No tuve necesidad de encender la luz. Mis ojos se acostumbraron rápidamente a la tenue luz multicolor que salía de cada objeto. Todo era de colores como fosforescentes. Parecía que tuvieran instalaciones de Navidad escondidas alumbradas por el piso. Curiosamente no noté polvo ni telarañas, pero se oían extraños llantos y risas infantiles.
No se parecía en nada al cuarto que conocí de niño. Ningún mueble viejo, ni maletas, ni baúles, ni pilas de libros, ni ropa colgada a la vista. Lo que llenaba el espacio eran juegos infantiles: muñecos de felpa, animales fantásticos dormidos, soldados de plomo, caballos de madera. Todo parecía vivo; como respirando. Era como ver una ciudad de noche desde lo alto de una montaña.
No tuve miedo. Al contrario, el ambiente difundía una sensación de paz. El cuarto tenía dimensiones más grandes de las que recordaba. Al atravesarlo por completo, vi una ventana cerrada que dejaba pasar la luz exterior por unos agujeros.
La curiosidad me empujó a abrirla. Entraron rayos de sol con mucha fuerza. En lugar de ver el solar o el patio interior de la vieja casa o la calle aledaña, me topé con un panorama de la ciudad de París pero de los años cincuenta. Me encontraba en lo alto de uno de esos edificios típicos parisinos del Sacre Coeur o de Monmartre contemplando los techos plateados, la Torre Eiffel y la ciudad en plena actividad. Parecía sacado de una postal o de una película de época colorizada o en tecnicolor. Tenía toda la pinta de una película de dibujos animados hiperrealista.
¿Qué hacer? ¿Cerrar la ventana, salir corriendo de ese cuarto hechizado y no decirle nada a nadie? ¿Salir por la ventana y dar una vuelta a ese mundo lejano y regresar después a contarlo? ¿Ir a buscar a mi amigo? De nuevo la curiosidad ganó. Salté por la ventana sin mirar atrás.
Ahora estoy en esta ciudad francesa maravillosa viviendo esos años de reconstrucción, de boom económico, de grandes esperanzas y de nuevas ideas. Lo malo es que perdí el camino para regresar a la ventana, para entrar al cuarto de aquella casa. Aquí estoy encerrado en este mundo artificial que parece un dibujo animado y que me está matando.
domingo, 24 junio 2012
Nueva York, Antología de relatos
Aquí tienen otro libro de relatos para la lista de compras. En este caso se trata de Nueva York. Cuando el editor propuso enviar textos para esta publicación, no se me ocurrió nada en especial, pero volviendo a revisar mis archivos, me topé con uno que se desarrolla en esa ciudad monstruosa que es la Gran Manzana. Por suerte ya lo tenía escrito y cuadraba bien con el tema. No tuve que cambiarle nada. Lo envié y ahora forma parte de los seleccionados.
He estado dos veces en Nueva York, la que, como a millones de personas, ya creía conocer a través de fotos, cine, televisión y libros. En realidad no conozco casi nada fuera de los sitios turísticos.
Tuve un tío que de regreso de una especialización en oftalmología en París pasó por Nueva York, le ofrecieron un puesto y se quedó. Eso fue por los años cincuenta. Él murió en esa ciudad sin regresar a su país de origen aparte de por vacaciones. En mi primer viaje, camino de una conferencia en San Francisco, estuve visitándolo. Esa vez me quedé un par de días solamente que me dejaron impresionado pues estar allí de verdad es muy impactante.
Años después de regreso de un viaje a Colombia estuve con mi esposa e hijos durante varios días. Al llegar al aeropuerto me imaginé que nos iban a esculcar de pies a cabeza. En la aduana nos hicieron pulsar un botón que por suerte encendió una luz verde abriéndonos el paso sin que nos hicieran mostrar ni una sola maleta.
De nuevo la impresión de ciudad en ebullición me golpeó de frente. Verla desde lo alto del Empire States o desde la Estatua de la Libertad me hizo sentir chiquitico. En los almacenes dejaba que mi esposa preguntara para que practicara inglés, pero como los empleados eran latinoamericanos o hablaban español, no tuvo problemas de comunicación y no practicó nada.
Sin embargo, al contrario de mi hijo, que tenía como ocho años de edad, a mí no me dieron ganas de vivir ni de trabajar en NY. Debe de ser muy estresante, a menos que sea uno millonario y pueda dedicar todo el tiempo a divertirse. Da la impresión de ser una jungla moderna. Prefiero París, Madrid, Londres o Roma. Todavía estaban de pie las Torres Gemelas, que no visitamos por falta de tiempo. Desde el atentado que las derrumbó, con todas las trabas que han puesto para viajar a Estados Unidos, no me dan ganas de volver. Quizás vuelva a visitarla, ya que, como dice el dicho: no hay que decir de esta agua no beberé.
Nueva York
Antología de relatos
M.A.R. Editor, 2012
ISBN: 978-84-939322-5-1
416 Páginas, rústica, 21x15 cm, 18 €
Scott Fitzgerald, Chester Himes, O. Henry, Ambrose Bierce, Poe y Henry James nos cuentan con maestría cómo era el Nueva York que conocieron, desde la época del gran auge económico hasta la dureza de la vida en los barrios marginales. Junto a ellos, los más destacados autores de España e Hispanoamérica nos presentan sus vivencias en la ciudad más turística del mundo; de su mano paseamos por los decorados de Woody Allen, corremos el Maratón de Nueva York, revivimos la caída de las Torres Gemelas, o contemplamos esa fachada que habíamos visto tantas veces, pero que ahora podemos tocar.
Brillante selección de relatos de los mejores autores anglosajones desde final del S.XIX hasta hoy, hispanos y españoles que sienten fascinación o aversión por la Gran Manzana y nos hacen vivir con maestría sus sentimientos. Una selección que mantiene el equilibro entre autores clásicos, clásicos vivos y autores que se abren camino y que aportan su visión de una ciudad que se ama o se odia, por cuyas calles muchos lectores quisieran perderse. NY es una de las ciudades más literarias del mundo, en cada café antiguo hay muchas historias, en Wall Street se teje la suerte o la desgracia de todo el planeta. En los relatos de Nueva York, conviven taxis amarillos, teatros de Broadway, está vivo el espíritu de autores que amaron Nueva York, como Washington Irving, Paul Auster, John Updike o Dos Passos y se renuevan aquellas excitaciones literarias.
Un libro imprescindible para quienes buscan ese restaurante mexicano en el que transcurre una historia pasional o un bar and books donde tomar una copa imaginaria con esa persona que nos gustaría que nos acompañara a la Gran Manzana. Desde el relato negro al romántico, todo cabe en Nueva York.
Escritores desde el S.XIX hasta la actualidad: Francis Scott Fitzgerald, Chester Himes, O. Henry, Edgar Allan Poe, Ambrose Bierce y Henry James, Lourdes Ortiz, María Zaragoza, Andrés Trapiello, José Luis Alonso de Santos y Joaquín Leguina, y los autores más destacados y brillantes de la nueva narrativa tanto de España como de Hispanoamérica: José Luis Ordóñez, Juan Vivancos Antón, Jesús Yébenes, Nelson Verástegui, José Luis García Rodríguez, Andrés Fornells, Juan Serrano, José G. Cordonié, Carlos Augusto Casas, José Manuel Fernández Argüelles, Cristina Ruberte-París, José Vázquez Romero, Elena Marqués, Juan Martini, Manuel Gómez Gemas, Fabricio de Potestad, Jorge Majfud, Joseba Iturrate, El Vizconde de Saint-Luc, Álvaro Díaz Escobedo, Isaac Belmar, Tomás Pérez Sánchez, Mar Cueto, Francisco Legaz, Pedro Amorós, Anunciada Fernández de Córdova y Miguel Ángel de Rus.
08:00 Anotado en Cuentos, Libros | Permalink | Comentarios (0) | Tags: nueva york, ficción, relatos, antología