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domingo, 18 diciembre 2011

No llora más

NV-IMP789.JPGEra tarde en la noche, Eduardo estaba solo en casa, oyó el timbre y al abrir la puerta se encontró con un bebé que lloraba sin nadie a su alrededor. Salió al pasillo solitario buscando quién le había dejado ese paquete. Miró un rato a ese nene inconsolable, sentado en su silla de automóvil, vestido de invierno y decidió entrarlo. Hacía unos minutos desde la calle un cartero había timbrado para entregarle un paquete recomendado pero se quedó esperándolo sin que apareciera. No podía ser que le hubiera dejado ese nene así, sin decir nada.

Por las escaleras el cartero se cruzó con al conserje del edificio. Le confirmó que el ascensor no funcionaba y preguntó por el apartamento del señor Eduardo Iglesias pues no lo encontraba. La mujer contestó que en ese edificio había mucha gente, que no conocía a nadie con ese nombre y que probara con un inquilino nuevo del piso sexto. El cartero replicó que precisamente venía del piso sexto y no había encontrado a ningún Iglesias. Decidió bajar hasta la puerta de entrada para hablar de nuevo por el citófono con el destinatario para que bajara por el paquete pues no tenía ganas de subir a pie o que le explicara con pelos y señales cuál era el apartamento.

La conserje siguió subiendo hasta el piso séptimo para avisarle al señor Novak que su esposa estaba encerrada en el ascensor, que estaba desesperada pues no podía llamarlo ya que su teléfono celular se le había quedado fuera del ascensor con parte de las compras y no había podido dar la alerta. Por suerte la conserje la oyó y pudo avisar a la empresa de mantenimiento del ascensor que ya estaba en camino para liberarla.

El señor Novak no entendía que su mujer se demorara tanto. La había llamado a su celular y no contestaba. Hacía unos minutos el cartero había timbrado en su puerta preguntando por un señor Iglesias que él no conocía. Lo recibió de mal genio pues creía que era su esposa la que llegaba por fin.

Eduardo no sabía qué hacer. De pronto se le ocurrió que podría tratarse de un mal chiste de su exnovia Juana y que aparecería de un momento a otro. Él no había querido ser padre y ella no había querido abortar. Por eso decidieron separarse. Eduardo estaba convencido de que no sería un buen padre y de que su mujer no estaba preparada ni suficientemente madura para esa responsabilidad. «¿Cómo me pudo encontrar si no sabe dónde vivo?», se preguntó furioso.

La conserje timbró donde los Novak. El marido salió de inmediato pensando otra vez que fuera su mujer. La conserje le contó lo sucedido. El hombre palideció. «¡Hay que pedir ayuda! Ella es claustrofóbica», exclamó el hombre y salió corriendo escaleras abajo.

El cartero timbró desde abajo en el apartamento de Iglesias. Este se demoró en contestar. Volvió a decir que vivía en el sexto piso y que se había cansado de esperar que subiera a traerle ese paquete, que le parecía tarde, que hasta dudaba de que fuera realmente un cartero, que si no le había dejado un nene frente a su puerta. El cartero sorprendido dudó de la cordura del hombre, pero contestó ofuscado que eran solo las cinco de la tarde, que era normal que en diciembre fuera de noche en ese momento, que si no bajaba por el paquete tendría que ir a reclamarlo a la oficina de correos, que no lo había encontrado en el piso sexto como decía. Eduardo se excusó y le pidió que subiera de nuevo pues tenía un nene llorando en casa y no podía dejarlo solo.

Novak casi tumba al cartero de lo rápido que bajaba por las escaleras. Más arriba el cartero se cruzó de nuevo con el conserje. «¡Qué problema con ese ascensor! ¿Se daña a menudo? Logré subir en él antes de que se dañara y ahora me toca subir a pie», dijo el cartero. «¿Usted no ha visto a alguien con un nene en una sillita de auto o con paquetes de compras por aquí?», preguntó la conserje.

Eduardo estaba hablando por teléfono con su exnovia. Esta le reprochaba que se le hubiera ocurrido que el nene llorón fuera de ellos, que esos eran cuentos de él para averiguar por ella, que su hijo estaba con ella y que si quería conocerlo, fuera a verla. Por fin abrió la puerta para recibir el paquete del cartero. Este le preguntó si las compras que había junto a la puerta del ascensor eran de él, que se le iban a dañar o a robar si no las entraba.

La señora Novak estaba sobre todo preocupada por su nene que había dejado frente a la puerta de su apartamento mientras sacaba las compras del ascensor. Apenas había tenido tiempo de timbrar para que su marido le abriera y correr a desocupar el ascensor que por suerte funcionaba ese día. Si no, le hubiera tocado subir siete pisos con nene y paquetes; aunque su esposo la hubiera ayudado, habría sido extenuante.

Todo empezó a aclararse en las escaleras cuando Novak se cruzó con el cartero. «¿Usted no ha visto a alguien con un nene en una sillita de auto o con paquetes de compras por aquí?», preguntó. Este le explicó que el tipo del piso sexto era muy raro pues tenía un nene llorando en su casa y frente al ascensor del mismo piso había unas compras en el piso.

Esa noche la familia Novak recibió en su casa para tomar un aperitivo al señor Iglesias, que tenía un ojo morado por el puñetazo que le propinó el padre del nene, y la conserje del edificio, que fue testigo de las disculpas que le pidieron a Eduardo por el malentendido y la agresión, pues la culpa al fin y al cabo era del ascensor que funcionaba mal y había parado en el piso equivocado antes de atascarse.

domingo, 11 diciembre 2011

Ahorrar o derrochar, esa es la cuestión

NV-IMP787.JPGEl notario siempre los ponía nerviosos pues los citaba a una hora para atenderlos una hora después. Conocían la sala de espera de memoria. Se había convertido en un intermediario obligado desde que se pelearon definitivamente con Patricia hacía años. Había sido la hija preferida de sus ricos padres, quizás por lo excéntrica y original que fue desde niña, y había heredado la mayor parte de sus bienes. William y Benedicta sospechaban que había falsificado el testamento de sus padres o que los había envenado. La creían capaz de cualquier maldad. Esperaban por lo tanto que se muriera para recibir la parte que creían que les pertenecía. Como ella no tenía hijos ni esposo, todo les tocaría a ellos. Pedían cita con el notario una vez al año con ansias de que hubiera llegado el momento tanto deseado. Patricia no les dejaba llegar ninguna noticia. Lo peor era que los años pasaban y menos tiempo les quedaba para disfrutar de esa merecida herencia que con seguridad habría aumentado. Su condición de mellizos los había unido más de la cuenta.

Desde niña había sabido ganarse el primer puesto en el corazón de los padres, pero a escondidas, era una verdadera tirana maligna con sus hermanos. Nunca entendieron por qué. Cuando llegó la adolescencia los martirizó a toda la familia con sus crisis cíclicas de bulimia y anorexia que casi la matan. Benedicta y William estaban felices pensando que Patricia moriría joven y por fin los dejaría tranquilos.

Patricia pudo viajar sola al extranjero desde joven, mientras que ellos por enfermizos tenían que quedarse en casa todas las vacaciones. Ella se casó joven y se divorció muy pronto. Se casó y divorció varias veces. Después vinieron una serie de amantes de todo tipo con quien nunca se estabilizó. Su vida fue un desorden organizado hasta la muerte de sus padres. A partir de ese momento tomó las riendas de la empresa y se puso a trabajar como nunca alejando a sus hermanos de los negocios familiares y arrinconándolos a las mínimos espacios que le permitían la ley.

Los mellizos tenían dinero para vivir sin trabajar. Ese no era el problema. Lo que no soportaban era que Patricia los hubiera excluido así y que su hermana mayor los despreciara y los odiara a tal extremo. Por más de que contrataron los mejores abogados, Patricia siempre salió ganando.

El notario vino por fin a atenderlos. Entraron en su oscuro despacho decorado con muebles de madera antiguos y con pilas de documentos por doquier. Siempre se preguntaban cómo hacía para encontrar algo en semejante desorden.

-      Por fin les tengo buenas noticias- dijo el notario-. Patricia murió hace unas semanas. Todo se ha mantenido en secreto según su voluntad. Tengo el testamento aquí en dos sobres sellados que solo puedo abrir en presencia de ustedes dos.

-      ¡Gracias a Dios! Al fin nos llegó la hora- dijeron aliviados.

Los sobres de color amarillo estaban dentro de otro de plástico transparente y del mismo tamaño. Desde fuera no se podía leer nada pues las caras escritas estaban justamente en el interior una contra otra. Al romper la bolsa que estaba pegada herméticamente al vacío el aire infló el interior y el notario sacó las dos cartas con parsimonia. No tenía ni idea de lo que contenían. Uno decía «este sobre es válido si muero cuando esté de vacaciones» y el otro «este sobre es válido si muero cuando esté trabajando».

-      ¿Cuál de los dos es el bueno?- preguntó Benedicta.

-      Abramos primero este- contestó-. Tengo que contarles que desde hace años Patricia tomó una costumbre muy extraña. Pasaba casi todo el año trabajando sin cesar. Adicta al trabajo como si fuera el centro de su vida, como si fuera su único refugio noche y día sin descanso. Se comportaba como si no hubiera nada más que hacer. Durante el verano, exhausta de tanto trajín, tomaba dos meses de vacaciones para recuperarse. Me prohibió terminantemente que se lo contara a ustedes. Sabía que nos vemos una vez al año. Esas eran sus órdenes.

William y Benedicta se miraron sorprendidos e imaginándose lo peor. La carta decía simplemente: «doy todo lo que tengo a mis hermanos». Ellos se alegraron como nunca pero como el notario puso mala cara, empezaron a preocuparse. Les explicó que ese sobre era el que había que abrir si Patricia moría durante sus vacaciones y como no era el caso, el válido era el otro que decía simplemente: «doy todo lo que tengo a mis empleados y no le dejo nada a mis hermanos».

-      Lo siento mucho- dijo el notario tras una larga pausa. Da igual. No sé por qué, pero Patricia se las ingeniaba para gastar todo lo que tenía durante sus vacaciones, despilfarrando, derrochando sin límites, regalando a quien menos uno se imaginaba, pero volvía como loca al trabajo hasta que recuperaba y acumulaba el dinero perdido. De cualquier manera, a ustedes no les hubiera tocado nada.

-      Eso era lo que temíamos, pero lo peor es que nunca sabremos por qué lo hizo y por qué siempre fue tan mala con nosotros- contestaron los mellizos con una cara larga y triste.

domingo, 04 diciembre 2011

Cincel con sal

ficción,escultura,imaginaciónEl profesor Mariano, famoso escultor, había recibido por fin un enorme bloque de mármol para su próxima obra. Sus alumnos habían practicado muchas técnicas durante los estudios. Había llegado la hora de tratar ese material que le parecía sin igual. En los últimos meses, los había dejado practicar con piedras de alabastro, más frágil y quebradizo pero fácil de trabajar. El mármol era mucho más costoso y su grano fino y compacto necesitaba de gestos firmes y decididos. Según él era el material más noble y el mejor para terminar su curso. Sería el trabajo final colectivo para graduarse de escultores en la Escuela de Bellas Artes.

Les había propuesto que miraran el monolito durante varios días buscando lo que querrían sacar de sus entrañas. Gracias a su imaginación, intuición y sensibilidad personales, tendrían que descubrir por sí mismos lo que ya estaba dentro de la piedra. Les aconsejó que sintieran a través del frío de sus manos las vibraciones internas, que con oyeran la respiración encerrada en ella, que dibujaran croquis y bocetos pero que no le dijeran a nadie qué objeto había descubierto cada uno.

El inmenso bloque blanco estaba dispuesto en medio del taller por donde todos los jóvenes pasaban a diario. Entre ellos se formaron grupos para intercambiar opiniones. Tenían curiosidad de saber que iba a resultar de esa tarea que ahora les parecía colosal, pues no era lo mismo crear volúmenes con papel maché o yeso o con la técnica de moldeado.

Mariano había advertido que en la escultura en mármol no había borrador, al contrario de cuando uno dibuja con papel y lápiz, que aquí no había derecho al error. Explicó que la inspiración era un trabajo estrictamente personal y que si encontraba copias de obras conocidas o de ideas de los mismos compañeros pondría ceros sin piedad. Lo que pondrían en común sería solamente la realización.

Les aconsejó que pintaran en láminas transparentes sintéticas del tamaño de la piedra los perfiles de la obra para imaginarla en el espacio, que usaran los programas informáticos especializados para verla girar en todos los sentidos. Necesitarían dibujarla en tres dimensiones con diferentes perspectivas.

Al cabo de unos días algunos comenzaban a tener ideas claras sobre máquinas, animales, plantas o personajes mitológicos o fantásticos que imaginaban esculpir poco a poco.

Ángela, quizás la más tímida pero la más inteligente del grupo, había visto de inmediato miles de imágenes, que trató de olvidar para buscar más fuentes de inspiración. Por fin se iluminó su mente con ideas de personajes religiosos, con figuras modernas de bustos femeninos o parejas abrazadas voluptuosamente.

El maestro les había dicho que cuando tuvieran los croquis listos, entre todos elegirían el que más gustara, pero que tenían que ser esbozos abstractos, que pudieran tener múltiples interpretaciones. Nada de objetos concretos y evidentes. La primera tarea de desbastado de los grandes volúmenes inútiles estaría a cargo de los alumnos para que aprendieran a manejar los punteros con golpes rápidos y certeros sin hacerse daño en las manos. Les habló de escultores que habían terminado inválidos por no conocer las técnicas protectoras de sus extremidades. Contó anécdotas de pianistas virtuosos que por malas posturas habían perdido el uso de sus manos.

Cuando la obra empezaría a tomar forma, el maestro la terminaría con cinceles, gubias, taladros y trépanos pero dándole todas las explicaciones de sus gestos y de su técnica excelente. Dejaría algunos lugares menos importantes para que sus alumnos probaran con sus propias manos. El pulido final con diversos abrasivos quedaría de nuevo a cargo solo de los alumnos. Sería un trabajo de varios meses. El resultado final podría ser abstracto o realista según el camino que fuera tomando la talla.

El día de la votación Mariano volvió a advertirles de que no quería que nadie conociera la idea original del proyecto elegido. Quería que reprodujeran en tres dimensiones ese juego que consiste en dibujar algo a partir de un garabato que alguien traza en un papel.

Hubo necesidad de tres vueltas eliminatorias hasta que ganó el croquis de Ángela. Ella estaba feliz. El profesor estaba contento también pues estaba seguro de que el secreto iba a estar bien guardado en la cabeza de su alumna, que ni a él mismo ella lo revelaría.

La escultura tomaba forma gracias a las numerosas manos que iban descubriendo el volumen burdo que serviría de base para la obra. Cuando llegó el momento de decidir cuál sería el objeto final, hubo muchas y variadas propuestas: un santo, un general, un dragón, una virgen, una letra ele, un insecto, la combinación de las letras árabes alif y lam, un cocombro gigante, un falo enorme en erección y muchas otras más. De nuevo la elección fue reñida pero ganó la idea del pene gigante y además que tendría que ser realista.

Ángela no estuvo nada contenta con la idea pero le tocó resignarse a la democracia. Con ayuda de las manos expertas de Mariano todos los detalles anatómicos del miembro viril aparecieron poco a poco: la textura de la piel, la pilosidad, las mucosas, las formas más realistas plasmadas en ese gigantesco cuerpo frío de mármol. Cada alumno participó en la medida de sus habilidades para obtener una buena nota y un buen recuerdo. Sin embargo, la marca de fábrica de Mariano estaba muy presente de forma inexplicable. Siendo a la vez tan diferente a sus obras personales, había sabido dejar sus huellas bien plasmadas.

Ángela no le contó a nadie su idea original, pero quedó convencida de que ese mármol era una obra inconclusa pues sentía que dentro quedaba encerrada y por sacar a la luz la imagen de uno de los santos que vio de niña en la iglesia de su pueblo.