lunes, 31 agosto 2009
Cómo se borran los sueños
«¿Qué estabas soñando?», me preguntó al abrir mis ojos. Vi su cara frente a la mía y medio atolondrado le conté lo que acaba de soñar que ahora evidentemente no recuerdo. Creo que yo tenía alrededor de seis años y mi hermana unos diez. No sé si me despertó a propósito o estaba ahí esperando a que yo me despertara. Debió de ser un día de fiesta o de vacaciones. No sé si fue ella o mi hermano quien me hizo caer en la cuenta de que si uno no se acordaba inmediatamente al despertar lo que había soñado, el sueño se perdía o se borraba de la mente como cuando uno borraba un tablero en la clase. La tiza dejaba una huella pero no era siempre fácil de leer lo que antes estaba escrito. Son recuerdos borrosos de la infancia mágica.
Siempre ha sido misterioso para mí ese mundo de los sueños. A veces me despertaba soñando con algo y me esforzaba para dormirme de nuevo y seguir con el mismo sueño, pero no siempre funcionaba. Funcionaba si era una pesadilla, pero en ese caso no quería seguir soñando lo mismo. Lo que también me impresionaba mucho era esas noches que parecían durar un segundo: cerraba los ojos y los abría de nuevo y habían pasado ocho horas de sueño sin darme cuenta y sin dejar recuerdos de lo soñado, seguramente debido a un gran cansancio. De pequeño también me chocaba dormirme en un lugar y despertarme en otro pues me habían cargado y empijamado mientras dormía. ¿Cómo se da un niño cuenta de que sueña, de qué es un sueño? ¿A partir de qué edad uno se acuerda de los sueños? ¿Cuál es el sueño más antiguo que uno puede recordar?
18:21 Anotado en Recuerdos | Permalink | Comentarios (3) | Tags: sueños, infancia
sábado, 22 agosto 2009
Mesa del comedor en casa del abuelo
En casa del abuelo nos reuníamos los fines de semana. Mi mamá se iba con nosotros los tres pequeños desde temprano para pasar el domingo en familia. Eran días de juegos con los primos y los niños del barrio.
Era una casa moderna, grande y espaciosa pero de techos altos. La cocina y el pequeño comedor aledaño tenían las paredes cubiertas por azulejos verdes. La mesa era de fórmica roja resistente con un borde metálico. Para comer, si éramos más de seis personas, a los niños nos ponían en las esquinas de la mesa; si éramos más de diez, nos tocaba comer por turnos o comer en dos comedores: el que quedaba al lado de la cocina y el grande que quedaba junto a la sala y solo se usaba para ocasiones especiales.
Cada persona tenía su puesto asignado. Cuando vivía mi abuela, ella estaba en una cabecera, a su lado por la izquierda, mi abuelo, en seguida, mi tía Dálila, en la esquina me tocaba a mí, en la otra punta de la mesa, mi tía Elvira, en la esquina siguiente, mi hermano Camilo, luego venía el puesto de la tía Celmira, después la tía Clara y en la esquina mi hermana Clara. Cuando murió mi abuelo, mi tía Clara tomó su puesto.
Esa era la configuración normal. La comida venía de la cocina en bandejas y era mi abuelo quien servía las porciones en cada plato. Además estaba pendiente para volver a servir a quien fuera dejando el plato limpio. Le encantaba cuando iba alguien que comiera bien pues él servía más y más. Mi padre era uno de ellos y mi esposa que alcanzó a conocerlo también fue consentida por tener buen comer. Pero si los niños íbamos dejando algo de lado, él creía que no nos gustaba y nos lo podía quitar del plato para dárselo a otra persona. Así aprendimos que lo que más nos gustaba debíamos comerlo rápidamente para no correr el riesgo de perderlo. El abuelo hablaba mucho y no le gustaba que lo interrumpieran o no le pusieran cuidado. Los niños debíamos guardar silencio. Antes del almuerzo se encontraba con amigos en el centro de la ciudad para tomarse unos aperitivos y en general por ese motivo llegaba alegre a la casa. Después de almuerzo la siesta era obligatoria. El café se tomaba después de ella. El calor lo dormía a uno fácilmente. El tiempo pasaba menos rápido que ahora.
viernes, 07 agosto 2009
La finca de los Camacho
Quedaba cerca de Viotá, un pueblo cundinamarqués de tierra caliente. Estaba cerca de Anolaima, Apulo y Tocaima, a unos noventa kilómetros de la capital, con una temperatura promedio agradable de 25 grados. Mis padres tenían allá a unos viejos amigos, los Camacho. El padre era médico y su esposa tenía una farmacia o más bien droguería pues había mucho más que remedios. Eran padrinos de bautizo de uno de mis hermanos. La amistad debió de ser muy vieja; no sé si del tiempo en que vivimos en otro pueblo de la región, La Florida.
Ellos tenían tres hijos, todos hombres, y nosotros éramos seis hijos. En las vacaciones cuando vivíamos en Ibagué o Bogotá, solíamos ir de vacaciones a esa finca que tenían en Viotá y donde vivían todo el tiempo. Muchas veces pasamos las fiestas de fin de año en reuniones de mucha gente con baile y música y, claro está, comida típica.
Son recuerdos agradables de paseos en el campo, montar a caballo, ir a ver ordeñar las vacas, oír las gallinas y gallos sueltos por el patio, ver muchos pavos reales, piscos, gansos, turpiales, perros, gatos, sentir picadas de mosquitos y estar rodeados de muchos árboles frutales tropicales, especialmente de mango. Una vez me pequé una comida tan grande de mangos que estaban súper maduros que terminé con dolor de barriga y enfermo.
A veces había paseos al río donde nos bañábamos y comíamos y hasta se bailaba pues no faltaban los músicos. Como yo era el menor de mi casa, no siempre encontraba con quién jugar, pero me divertía a mi manera. Mis hermanos mayores sí se iban a ayudar en las labores de ganadería. Se levantaban antes del amanecer para participar en el ordeño. Los desayunos eran como almuerzos a eso de las nueve de la mañana cuando regresaban cansados del trabajo de vaqueros.
Con el paso del tiempo las reuniones se hicieron todavía más grandes pues los hijos se fueron casando y teniendo hijos. En una de esas fiestas se oyó el ruido de alguien que se había rodado por las escaleras. «¿Quién se cayó?», gritó el Doctor Camacho. «El hijo de Clara», contestó uno de mis sobrinos. Suponemos que pensó que con tanto niño, si hubiera dicho su nombre, no lo hubieran reconocido.
Un año viejo en que estábamos todos preparándonos para la fiesta, mandaron a los hombres mayores al pueblo a traer no sé qué cosa que faltaba. Tocaba ir en carro pues siempre quedaba lejos. Las horas pasaban y no regresaban. Las mujeres y los niños estábamos listos pero nada de nada. Cómo no existían los teléfonos celulares, no había forma de contactarlos. No sé si fue antes de o justo después de medianoche que volvieron muy entonados los señores explicando que habían parado en casa de unos amigos en el pueblo y que no los habían dejado salir hablando y ofreciéndoles trago. Esa nochebuena las mujeres estuvieron muy furiosas y creo que la fiesta se aguó.
El tiempo, la vida y hasta la muerte nos fue alejando. No hace mucho supe que el doctor murió hará dos años, después de haber cumplido 100 años de edad.
http://viota-cundinamarca.gov.co/nuestromunicipio.shtml?a...
14:34 Anotado en Recuerdos | Permalink | Comentarios (3) | Tags: vacaciones, fiestas, campo, vacas, familia, amigos