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jueves, 14 enero 2010

La elocuencia del silencio

NV-IMP590.JPGLlegaron a mediodía como todos los domingos. El camarero coreano ya les había reservado la misma mesa al fondo del restaurante con vista al bosque. Intercambiaron las mismas palabras de siempre sobre el tiempo y el lugar, mientras los acompañaba a su lugar preferido. Se quitaron sus pesados abrigos gabán, sombreros y bufandas con ayuda del atento empleado que los recogió y llevó al ropero. Los dejó tranquilos, él sentado con la ventana a la izquierda, ella con su perro faldero a sus pies y la ventana a su derecha.

El hotel restaurante campestre se fue llenando poco a poco. Los dos viejos de cabello blanco estaban silenciosos, absortos en sus pensamientos. El camarero llegó con dos copas de oporto, un plato de aceitunas verdes y la carta. Ella pidió una escudilla con agua para su perro. El ruido de las conversaciones, del chocar de la vajilla y de las órdenes que iban llegando de las mesas llenaba paulatinamente el local. La pareja seguía muda hojeando las páginas ya requeteconocidas en busca de algo novedoso que no podía estar ahí.

Por fin ella levantó el brazo y de inmediato el coreano se acercó a tomar el pedido. «Dos platos del día con una botella de gamay», ordenó la dama. El señor miraba por la ventana un enorme pino candelabro, plantado en el linde del bosque y que subía más alto que la gran casa de tres pisos donde estaban; él, concentrado en los brincos de rama en rama de dos urracas, golpeaba la mesa con sus dedos como si fuera un tamboril. Ella miraba a los demás convives del restaurante paseando sus ojos de mesa en mesa distraídamente.

El camarero vino a servirles una ensalada mixta y la botella de vino tinto. Por primera vez se dirigieron la palabra: «buen provecho». Algunos convives salieron a fumar un cigarrillo a la fría terraza. Un niño pequeño comenzó a llorar al despertarse en su moisés; la madre lo tomó en sus brazos y rápidamente lo calmó. La mujer seguía atenta las conversaciones de las mesas vecinas. El hombre comía en silencio y de vez en cuando llenaba las dos copas de vino o de agua.

El camarero recogió los platos vacíos de la entrada y regresó con dos platos de piccata milanesa acompañada de pastas frescas. Ahora sus dos miradas estaban concentradas en el plato que iban ingiriendo y limpiando al mismo ritmo. Cuando terminaron, levantaron la mirada de nuevo, él hacia el bar interior donde unos hombres debatían de fútbol, ella, sin decir nada a su marido, observaba el bosque donde un rayo de sol había iluminado un rincón en el que se paseaba un jabalí con sus jabatos sin que la menor impresión se dibujara en su rostro.

El plato de quesos vino a reemplazar el plato fuerte recién terminado. El viejo volvió a llenar las copas con la botella que se iba desocupando. Pan, gruyere, camembert y queso azul se iban consumiendo con ayuda del cuchillo y sin decir palabra. Como ya no quedaba una sola mesa vacía en el local, los últimos clientes tenían que esperar tomando aperitivos en el bar. El perro se había enredado su correa a la pata de la mesa y su ama se dedicó a sacarlo del lío con parsimonia antes de que en su lucha fuera a regar por el piso el agua que le quedaba por beber.

Llegó la hora del tiramisú que les pareció excelente y así lo expresó ella, como siempre, al camarero que vino a retirar los platos vacíos. Dos cafés exprés llegaron a tiempo a reemplazar la botella vacía acompañados con pequeñas tabletas de chocolate y crema de leche. Cuando pidieron la cuenta, el camarero trajo dos copas de coñac y unos dulces de menta. El viejo sacó un billete de doscientos francos suizos para cancelar la cuenta.

Convives más rápidos habían dejado sus mesas vacías que fueron ocupadas prestamente por los que esperaban en el bar. Eran las dos de la tarde cuando la pareja se levantó por fin de la mesa dejando unas monedas de propina. El fiel camarero los acompañó al ropero y los ayudó a vestirse para el frío invierno. Solo él conocía las voces de sus clientes, sus mañas, sus pocas palabras y su rutina semanal que repetían en silencio todos los domingos desde que él tenía memoria y seguirían así mientras los tres pudieran aguantarla.

martes, 12 enero 2010

NN

NV-IMP589.JPGIf there is anything in the world more annoying than
having people talk about you,
it is certainly having no one talk about you.
Oscar Wilde

Su vida había pasado por períodos de subidas y bajadas que duraban más o menos diez años. Fue el único hijo de una familia de clase media que lo tenía muy consentido, en un mundo protegido de la adversidad hasta el divorcio de sus padres. A partir de ese momento le tocó vivir en internados que no pudieron compensar la ausencia de su madre encerrada en un manicomio y de un padre demasiado ocupado con sus negocios y su nueva mujer.

A los veinte años empezó a estudiar una carrera de moda, gracias a la cual consiguió un trabajo bien pago y un círculo de amigos que lo apreciaban por su simpatía y nivel de vida; sus fiestas eran famosas. Se casó con una hija de ricos políticos que le abrieron las puertas de muchos negocios interesantes y al reconocimiento de la alta sociedad. Su foto salía a menudo en las revistas chismosas junto a actores, artistas, escritores, cineastas, periodistas y otra gente de mundo muy popular.

A los treinta años decidió cambiar de vida completamente, harto de la visibilidad superficial que había alcanzado. Vendió todo, se divorció y se fue a viajar por el mundo. Terminó ese primer periplo a los cuarenta años en una isla del Caribe donde era un desconocido y donde se instaló poco a poco, sin querer, abriendo un hotel restaurante para recibir a turistas del mundo entero. Vivía con una francesa que tenía una peluquería muy chic en su hotel donde se peinaba y maquillaba la gente adinerada del lugar. Nunca quiso tener hijos; prefería la independencia. Su negocio creció en notoriedad. Se dejó implicar en actividades sociales y culturales de la isla hasta entrar en la política. Su influencia crecía al mismo ritmo que su gordura y riqueza. La mafia resultó involucrada en sus negocios y sin darse cuenta estaba convirtiéndose en un lavador de dinero sucio. Una corazonada y los comentarios indirectos de la prensa local lo pusieron en la pista de la manipulación y logró, arriesgando su vida, alejar las malas influencias.

Harto de tanto escándalo a los cincuenta años decide abandonarlo todo, incluyendo a su mujer, e irse a vivir a un pueblo a la orilla del Amazonas donde nadie lo conocía. La vida apacible en medio de la naturaleza salvaje le fue consumiendo sus energías y sus nervios cansado de luchar contra traficantes de animales, contrabandistas y políticos inescrupulosos y corrompidos.

A los sesenta años regresa a su ciudad de origen con muchísimo menos dinero que con el que partió, a un lugar donde ya nadie lo conoce, donde sus antiguos amigos ya están muertos o viven lejos de ahí, donde solo hay gente que tiene una forma de ser extraña y novedosa para él, pero en busca de lo que nunca logró en su vida agitada y aventurera: encontrarse a sí mismo.

13:50 Anotado en Cuentos | Permalink | Comentarios (3) | Tags: ficción, vida, búsqueda, ciclos

domingo, 10 enero 2010

Más cara (1)

NV-IMP588.JPGTenía patas de gallo y mucha labia. El disfraz le quedaba genial. Verla con las plumas de colores y sus patas que se hundían en la nieve daba risa. Nadie quería parar a recogerla, pero ella no perdía los ánimos pues el frío era intenso y el autobús estaba atrasado. No podía ir en su carro ya que el frío no lo había dejado arrancar. ¡Qué idea la de Patricia de haber organizado una fiesta de disfraz en enero con este invierno tan crudo! Como era su cumpleaños, no había otra fecha. Por una vez que el cumpleaños caía en sábado y sus amigos podrían ir. Un alma caritativa se apiadó del gallo que echaba dedo en el paradero del bus y se detuvo. Ni corta ni perezosa, Carmenza no esperó a que el conductor le preguntara para dónde iba. Abrió la puerta y se instaló cómodamente, aunque con el disfraz fuera difícil. El chófer era un joven que le parecía conocido.

«Si me deja cerca de Grand-Saconnex, le agradecería mucho, señor. El autobús no llega y me estoy muriendo de frío», dijo mientras se ponía el cinturón de seguridad. «Bueno, lo que yo quería era saber cómo se va a Ginebra. No hace mucho que vivo por aquí y con esta nieve, no reconozco el camino. ¿Cómo supo que hablo español?», contestó el joven. «Por la placa de su automóvil. Yo también soy de Madrid. Bueno, en realidad no soy de Madrid, pero vivo allí. Creo que nos conocemos, ¿no? Le muestro el camino. Siga derecho», dijo Carmenza. «Me llamo Antonio. Trabajo en la pescadería del supermercado. ¿Será ahí que me ha visto?», contestó. «Claro. Ya me decía yo que lo conocía. Esta mañana le compré pescado y aquí lo llevo preparado. ¿Se acuerda? Voy y vengo de Madrid según el trabajo que me salga. Tengo una fiesta de disfraz esta noche. Si quiere venir conmigo, no hay problema», explicó Carmenza sin parar de hablar.

Le contó en pocos minutos toda su vida como si fueran viejos amigos que no se habían visto hacía tiempo y quisiera ponerlo al corriente de todo lo sucedido en esos años. Las calles blancas, la nieve que caía sin parar y la circulación lenta hicieron el recorrido más largo. Antonio no entendía cómo una persona podía ser tan confiada en un desconocido. «Tengo que comprar un regalo para mi hermano que está de cumpleaños y quiero enviárselo por correo el lunes próximo. ¿Dónde queda Balexert?», explicó Antonio. «Ya es demasiado tarde. Aquí los almacenes cierran más temprano los sábados. No te queda más remedio que venir conmigo a la fiesta de disfraz. Te presto una capa y un antifaz que tengo en este bolso y listo», replicó Carmenza.

El joven no sabía muy bien qué hacer pero al fin se dejó convencer con tanta labia de su pasajera. Se estacionaron cerca de unos edificios altos de apartamentos. Se puso la capa y el antifaz que era en realidad una pañoleta negra con unos huecos para los ojos. El gorro con visera encima del antifaz lo hacían parecerse al Zorro de estilo moderno o juvenil. La nieve en las aceras les dificultaba el paso. Por fin llegaron a la entrada, tomaron el ascensor y subieron al penthouse. «¡Qué bueno el calor!», dijeron los dos. Al abrirles la puerta y entrar, se sintieron como en medio de un circo: payasos, cazadores, robots, animales, fantasmas, brujas y todo tipo de disfrazados se divertían bebiendo, comiendo y hablando.

08:00 Anotado en Cuentos | Permalink | Comentarios (0) | Tags: ficción, fiestas, disfraz, nieve