domingo, 08 abril 2012
Contra el teatro
Lo digo con orgullo, casi sin pena: comer ostras me produce una aversión parecida a comer carne de caballo. Los amantes de las ostras se reúnen junto a una mesa llena de esos moluscos, hablan, comparten un cuchillo especial para abrirlas, las rocían de limón, se las tragan crudas, y yo siento el estómago que se me vuelve un ocho. Parafraseando a Héctor Abad Faciolince en una de sus últimas columnas en El Espectador: «Quiero salir corriendo. Parado junto a ellos no me meto en la acción: veo un espectáculo ridículo, caduco, un muerto en vida. Los que odian los sapos, los que no soportan siquiera su vista, reconocen que el sapo es un animal inocente, inofensivo, incluso útil. Si a veces destila una leche venenosa, ésta puede producir eczema, pero casi nunca es mortal.»
Sé que rara vez la gente se enferma o muere por comer ostras, a lo sumo sufren una fuerte indigestión y sin embargo me repelen. Prefiero comer pinzas de cangrejo o caracoles y si me apuran hasta ancas de rana, pero a las ostras no le veo el chiste. Dicho sea de paso, tampoco me atrevo a comer hormigas santandereanas.
En todo caso prefiero un buen plato de mejillones cocidos en su caldo acompañado de papas fritas a la francesa y un buen vino blanco frío. En Navidad y Año Nuevo se estila mucho comer ostras por aquí. A mi esposa le encantan pero rara veces le acolito sus antojos acompañándola al mercado de Ferney o al de Divonne para verla comer ostras mientras yo como otra cosa o me hago el tonto mirando a otro lado. Entiendo perfectamente que ella prefiera ir con gente que disfrute comiéndolas y no conmigo que lo que hago es incomodarla y hasta estorbar.
¡Ostras! No tengo nada contra los que comen esos animales inofensivos ni me molesta tocar un collar de perlas naturales. No me incomoda verlos vivos o en fotografía, pero ya en mi boca me cuesta mucho pasármelos. Lo intenté muchas veces y hasta logré comerme varias en una sola cena, pero no le saco gusto. No hay nada que hacer. También dejo claro que quiero y respeto a muchos aficionados a las ostras y no pido que piensen como yo. ¡No faltaba más!
No creo que gane muchos enemigos con esta nota, pues la gente acepta que por cuestión de gustos culinarios no hay disgustos. Otra cosa sería si escribo que no me gusta el teatro o las corridas de toros o los partidos de fútbol o las mujeres o el tango o las misas. Seguro que más de uno me trataría de ridículo, oportunista, insensato, provocador, utilitarista, ofensivo y hasta de pobre intelectual como he leído por ahí con motivo del artículo que mencioné al comienzo y que me inspiró esta nota.
Hay mucha intolerancia suelta, pero por más que a uno no le guste nada algo, siempre encontrará a otros que piensen lo contrario. En estos casos siempre recuerdo a dos personajes famosos: Schopenhauer y Voltaire. Al primero por un librito muy interesante escrito en 1864 que se titula Dialéctica erística o el arte de tener razón, expuesta en treinta y ocho estratagemas y al segundo por esta frase que se le atribuye: Je ne suis pas d’accord avec ce que vous dites, mais je me battrai jusqu’à la mort pour que vous ayez le droit de le dire.
08:00 Anotado en Elucubraciones, Teatro | Permalink | Comentarios (0) | Tags: intolerancia, ostras, voltaire, schopenhauer
domingo, 25 marzo 2012
Cambia, todo cambia
Paseando por Lucerna, Suiza, este fin de semana, me pareció visitar una ciudad congelada en el pasado, con sus murallas antiguas, sus castillos de piedra y sus fachadas pintadas a lo antiguo. Uno de sus famosos puentes de madera que atraviesan el río Reuss se incendió en 1993. Recuerdo las imágenes impresionantes en la televisión. Son puentes construidos en la Edad Media con muchas pinturas que decoran el interior. Si a uno no le cuentan lo sucedido, se puede imaginar que no ha pasado nada.
Muchos jóvenes que por allí se pasean son menores que el puente reconstruido y sin embargo el puente parece intemporal. Los cuadros cuentan historias de batallas, de santos de la época romana, de la presencia de la muerte en todas las situaciones de la vida.
Muy cerca al centro histórico hay edificios modernos como la estación de tren o el centro de conciertos. En una calle sin salida que llegaba hasta el borde del río un grupo musical tocaba al aire libre un concierto que parecía improvisado con éxitos del rocanrol que ya tienen veinte o treinta años.
De niño todo parecía definido y definitivo. Como en la canción de Serrat, me decían: así no se dice, eso no se hace, haz esto, haz aquello. Hasta el tiempo pasaba más despacio.
Hace treinta años el músico clásico más admirado era Beethoven, hoy parece que lo suplantó Mozart. De joven la salsa estaba muy de moda en Colombia, ahora lo que se baila es reggaetón o bachata o no sé qué otros ritmos. Los teléfonos que conocí de niño tenían disco y todos estaban fijos en la pared por un cable, después llegaron los de botones, los celulares y ahora ya funcionan con pantalla táctil. Lo que parecía ciencia ficción en las historietas de Dick Tracy, ahora es realidad pues usamos el mismo tipo de teléfono que tenía ese detective en los años sesenta.
El comunismo y la Guerra Fría estaban muy establecidos, ahora el capitalismo ha triunfado hasta en Rusia y China, pero lo que no cambia es que los pobres pobres siguen en la olla.
Hoy con una facilidad increíble uno escribe en la Internet diarios en forma de blog, abiertos a los ojos del mundo entero y todos esperamos comunicar con seres extraordinarios mientras si apenas le decimos buenos días al vecino del edificio. Eso no ha cambiado mucho.
Es posible que estemos viviendo un cambio de mundo con la crisis económica. Cuántos cambios logra uno ver durante el transcurso de la vida, sobre todo cuando se tiene la suerte de no morir joven. Además en el mundo y época que nos ha tocado vivir parece que todo se acelera. Hasta he tenido tiempo de ver cambiar la ortografía, la forma de hablar y de escribir. Seguro que la mitad de los libros que tengo en mi biblioteca ya no están actualizados.
El río Reuss como todos los ríos que no se secan sigue su recorrido y el agua sigue su ciclo para que todo parezca igual al día anterior, pero sabemos que no nos podemos bañar dos veces en el mismo río y que esta ciudad que parece inmutable también cambia.
19:07 Anotado en Elucubraciones, Recuerdos | Permalink | Comentarios (0) | Tags: lucerna, incendios, cambios, historia
domingo, 18 marzo 2012
Caídas tontas
Fuera de los deportistas que se tiran al suelo para alcanzar un balón o tumbar a un contrincante o los yudocas o los bailarines acrobáticos, las caídas no son inteligentes. Cuando uno es niño se puede caer sin mayores consecuencias. No es muy pesado, no cae de muy alto, tiene huesos cómo de caucho. Recuerdo una caída por culpa de un perro. Estábamos jugando en la calle con un grupo de niños, corríamos de un lado a otro y en una de esas el perro de un amigo se me atravesó sin que me diera cuenta y me hizo caer entre la acera y la calle. Por fortuna era un barrio tranquilo, sin mucha circulación de automóviles. Me paré furioso con ganas de darle un golpe al animal pero me calmé rápidamente pues todos me hicieron caer en la cuenta de que no tenía sentido hacerle daño.
Me alegro de que de adulto las caídas se enrarezcan. Aprendiendo a esquiar me di unos buenos tortazos sin consecuencias. Uno de ellos me dejó un dolorcito al lado de una rodilla que cuando jugaba tenis terminaba por impedirme terminar los partidos. Los médicos no lograron curarme ese dolor que me aparecía después de un esfuerzo físico intenso. Por fin hace unos años un osteópata lo acabó manipulándome los huesos de la cadera y la espalda.
Hace años en la oficina corrí de un despacho vecino al mío para contestar al teléfono, con tan mala suerte que la manga de mi camisa se enredó en la manija de la puerta. La inercia del cuerpo me llevaba hacia delante mientras que la puerta me impedía avanzar. Para no caer tuve que usar los músculos de los muslos con tanta energía que uno de ellos se lesionó y pasé varias semanas cojeando. Estaba frágil por ejercicios de natación que practicaba regularmente en esa época. Fue durante el verano y tenía una camisa de manga corta, amplia, fresca y resistente pues la manga se rasgó muy poco.
Otra vez subiendo con un café en la mano por las escaleras de mi trabajo, me tropecé en el último peldaño y sentí que iba a terminar en el piso. Tuve tiempo de darme cuenta y en lugar de caer de frente, aproveché para tirarme al piso teniendo cuidado de mantener la tasa de café horizontal. Terminé de espaldas en el piso del descanso pero salvando el café que solo salpicó unas pocas gotas.
El más reciente me sucedió hace dos semanas. Esta vez subía muy cargado con el PC portátil en la espalda, un maletín lleno de libros de árabe en el hombro derecho y una cartera en el hombro izquierdo. Por no agarrarme a la baranda de la escalera, al tropezar otra vez con el último peldaño me fui hacia delante. Si no hubiera llevado tanta carga, no habría perdido el equilibrio. Esta vez los maletines que llevaba en los hombros fueron los culpables de tirarme por inercia hacia el piso. Caí de rodillas. Me levanté de inmediato. Llegué adolorido a mi escritorio para sentarme y descansar del golpe. Durante varios días estuve con las rodillas resentidas pero ya pasó. Ahora me puedo reír de lo tonta que fue esa caída.
Hasta que a uno no le pasa en carne propia no aprende la lección. Por eso he vuelto a la sana costumbre de agarrarme de la baranda de las escaleras pues para eso se inventaron. Veo tanta gente caminando hacia atrás (como mujeres bailando tango pero sin parejo) mientras hablando con alguien sin fijarse si hay algún peligro que los haga caer o gente por escaleras automáticas sin agarrarse de la baranda y corriendo el riesgo de que un corte de corriente o un fallo técnico haga que de repente la maquinaria se detenga y ellos se vayan de bruces. Es mejor ser prudente.
10:22 Anotado en Elucubraciones, Recuerdos | Permalink | Comentarios (0) | Tags: accidentes, inercia, gravedad, física, atención