sábado, 09 octubre 2010
Para subir al cielo se necesita
Ahora ya no recuerdo bien cuándo fue pero estoy seguro de que era un viaje de Ibagué a Medellín, adonde estaba viviendo uno de mis hermanos. Fui a visitarlo dos o tres veces mientras estuvo allá. En uno de esos viajes fui en tren con mi papá desde Bogotá. Un viaje que me pareció interminable pues pasamos una noche entera y dormí mal en una de esas bancas de resortes y forradas en cuero o plástico, quizás roja.
Esta vez fue desde Ibagué, un viaje muy novedoso para mí. Nunca había visto el país desde esa altura. Era un aparato pequeño para unos diez pasajeros como máximo. Me tocó el puesto del copiloto. Aguanté el ruido de los motores de hélice que parecía ensordecedor. Años después entre Grenoble y Lanion en Francia volví a sufrir y a revivir ese ruido insoportable y esa angustia indescriptible.
Soy un terrestre, y cada vez más, pues me da vértigo la altura y no me siento cómodo en el agua. Volar entre las nubes y ver todo pequeño desde arriba sin tener la referencia de mis pies fue una gran novedad. El aterrizaje en Medellín fue impresionante; el aparato parecía esquivar los diferentes cerros que se encontraban en su camino hacia la pista de aterrizaje. Después de ese, ha habido muchos más y ya no me impresiona nada ese medio de transporte. No sé qué edad tenía entonces. Seguramente entre quince y diecisiete. Mi hija a los tres meses de nacida ya estaba cruzando el Atlántico por los aires. Parece que fue hace siglos y sin embargo tengo imágenes claras metidas en algún rincón de mi cabeza.
08:00 Anotado en Recuerdos | Permalink | Comentarios (0) | Tags: vuelo en avión, primera vez
jueves, 30 septiembre 2010
La primera vez que...
Éramos cuatro jóvenes de más o menos dieciocho años. Íbamos a recorrer como seiscientos kilómetros para encontrarla desde Bogotá por carretera aprovechando que teníamos una semana de vacaciones en la universidad. Siendo Bogotá la capital del país y según la costumbre española de situar las capitales en el centro del país, los bogotanos no suelen ir al extranjero tan fácilmente como en Europa: por tierra es muy largo, por avión es muy caro. La primera etapa fue en Bucaramanga y la segunda en Cúcuta. Ahora que la conozco y que la cruzo a diario dos veces, ha dejado de impresionarme desde hace tiempo. En ese entonces, era una línea imaginaria que veía en los mapas y me hacía soñar. Las mejores rutas colombianas eran como las carreteras nacionales francesas, aunque algunos tramos estaban en tan mal estado llenos de huecos en la calzada que parecían en construcción.
A medida que nos acercábamos la cola de autos se iba agrandando hasta que a lo lejos vimos un puente que marcaba el lugar del encuentro. Me dijeron que era el puente más extraño del mundo pues a la ida se necesitaba media hora para llegar al otro lado, pero al regreso llegaba uno al otro lado media hora antes de haber salido. En todo caso, la encontramos llena de policías y de camiones y de controles y de gente con otro acento y de carros con otras placas. Un mundo diferente y parecido pero con otra moneda que llamaban bolos. Fue un viaje divertido y sin contratiempos. Ahora que lo pienso ya había estado ahí, un par de años antes, en otro viaje, pero diferente. Es un recuerdo aislado de ese segundo viaje. Quizás el viaje entero merezca un relato más extenso. Quizás.
17:04 Anotado en Recuerdos | Permalink | Comentarios (1) | Tags: frontera, carretera, vacaciones, juventud
martes, 28 septiembre 2010
La primera vez que...
Había oído hablar mucho de ella, la había visto en libros, revistas, cine y televisión pero nunca había estado tan cerca personalmente. Tenía unos diecisiete años de edad, siempre había vivido en el interior del país y aunque tenía ganas de conocerla, no se me había presentado la oportunidad. Ese primer día por fin sentía su presencia imponente y cálida. Dicen que es muy ambigua. Unos dicen que es ella, otros que es él, pero nadie conoce a ciencia cierta su verdadero género, pues no tiene sexo. Creo que fue en Cartagena o en Santa Marta donde nos encontramos. Era un día de sol tropical, estaba con un grupo de jóvenes de mi edad, unos costeños, otros cachacos. El primer contacto físico fue a través de mi piel que sintió su calor que me abrasaba. Si nos hubiéramos encontrado aquí en Europa, las cosas hubieran sido diferentes. La segunda sensación me la dio mi lengua y mi boca, fue un contacto con sabor a sal. Luego vinieron los empellones fuertes y los revolcones que me dio por sorpresa tirándome al suelo y cubriendo todo mi cuerpo con su enorme masa. La oía rugir desde la ventana de mi hotel, la sentía en la humedad del aire y en la brisa que me traía sus olores salados. Le tenía respeto y todavía se lo guardo, pues no he sido muy buen nadador. Fue como sentirme flotando en una sopa caliente, con algas nadando a mi lado en medio de olas espumosas. Esa noche oscura desde la ventana de mi hotel vi su espuma como de perro rabioso que acariciaba la playa de arena y el rumor de su arrullo de gaviotas me quedó grabado para siempre en la memoria.