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domingo, 17 enero 2010

Elefantes azules

NV-IMP593.JPGCuando Patrice se despertó, estaba en el hospital en una habitación doble con su amigo Pablo en la otra cama. No sabía por qué estaba ahí. Pensó levantarse pero la fatiga no lo dejó moverse. Se sentía como si le hubieran dado una paliza. Al cabo de un rato Pablo despertó también sobresaltado.

  • - ¿Qué pasó? ¿Dónde estamos?.
  • - Creo que es un hospital. Ya vendrá alguien a vernos y a explicarnos por qué estamos aquí-- contestó Patrice sintiendo un dolor de cabeza como si hubiera estado tomando alcohol toda la noche.
  • - Solo me acuerdo que estábamos con unos extraterrestres.
  • - ¡Ah! ¿Sí? Cuenta, cuenta, a ver si me acuerdo también.
  • - Los vimos llegar en unos platillos voladores con ventanas de cristal de forma esférica dentro de la cual se veían unos seres de cabeza enorme iluminados por la luz del interior de la nave. Los movimientos de esta eran como de zigzag con unas aceleraciones impresionantes. De pronto se detuvieron, eran dos, y una luz amarilla salió de debajo de estas hacia nosotros dejándolas posarse lentamente delante de nosotros.
  • - Tienes razón ahora me acuerdo también de la escena. ¿Recuerdas el elefante azul que estaba flotando a su lado como si fuera un globo enorme? ¡Impresionante!
  • - Sí, señor. Recuerdo claramente ese elefante. De las naves salieron dos grupos de esos seres a una velocidad increíble y nos llevaron con ellos de inmediato. No hubo forma de escapar. Nos pusieron en unas camas con nuestros brazos y piernas atados fuertemente a unas barras.
  • - Nos quitaron la ropa y nos sacaron todo lo que encontraron en los bolsillos. ¿Eso fue cerca del bar l'Aiglon en el Pâquis? No me acuerdo bien.
  • - Seguro, pues nos habíamos quedado de ver en ese lugar. Te estuve esperando en la barra conversando con el barman a partir de las once de la noche. El ambiente estaba súper caliente como siempre. Buena música, mujeres bonitas bailando animadamente, muchos jóvenes.
  • - Me parece que pedimos los cocteles de siempre. Para mí un TNT de grand-marnier, cointreau, curasao naranja, ron blanco y jugo de naranja.
  • - Sí, y para mí un trinidad de tequila y curasao azul. Me gusta porque el color sale con las bolas azules de espejos que decoran el cielo raso. Lo raro es que me parece que esa noche las personas tenían las orejas largas como si fueran diablos. Curioso, curioso.
  • - ¿Qué nos habrán hecho esos marcianos en sus platillos voladores? ¿Por qué nos soltaron después? Si estamos aquí, será por algo.
  • - A menos que estemos en un hospital de los extraterrestres y ahora entren ellos a vernos. ¿Qué tal?
  • - ¡No digas bobadas! ¡Seamos optimistas!

Del corredor no llegaba mucho ruido. A veces se oían pasos y voces que no se entendían. La puerta de la habitación terminó por abrirse y entraron dos médicos, dos enfermeras y un grupo de estudiantes. Afortunadamente para Pablo y Patrice, no tenían cara de extraterrestres.

  • - Buenos días. Nos alegra mucho que ya se hayan despertado. Estuvieron en coma una semana. Hace apenas un par de días los pudimos traer a esta habitación normal. Tienen suerte. Los encontró la policía inconscientes en el parque Wilson al borde del lago, casi desnudos.
  • - ¿Los extraterrestres nos dejaron allí?
  • - ¿Extraterrestres? ¡Fueron unos bandidos los que le pusieron droga a sus bebidas en el bar y se los llevaron sin que ustedes se opusieran ya que les hicieron perder la voluntad y obedecían todo lo que les decían! Tienen suerte de estar vivos y de no tener secuelas. La dosis fue muy fuerte pero no les dejó lesiones en el cerebro. Lo hemos comprobado con escáner y resonancia magnética.

Los dos amigos quedaron mudos y se dejaron examinar en silencio. Aunque creyeron la versión de los médicos, en el fondo no quedaron muy convencidos de no haber sido raptados por unos extraterrestres.

domingo, 27 diciembre 2009

Ojos que no ven y paredes sordas

NV-IMP579.JPG«¡Que bueno! Todos duermen y podemos charlar!», dijo la joven del cuadro más grande de la sala, una mujer desnuda con candongas rojas enormes. «Sí, lo malo de la Navidad es que se reúne la familia, los mayores por hablar se acuestan tardísimo, los pequeños se levantan temprano a jugar. Nos dejan pocas horas para divertirnos», refunfuñó el piano desperezándose. El árbol de Navidad, saliendo de su letargo, todavía encendido, se sacudía incómodo por sus adornos que se balanceaban como niños en un parque lleno de columpios. Un juego electrónico se quejaba de que sus nuevos dueños lo habían mareado de tanta manipulación. «Es nuestro destino. Al comienzo por la novedad no nos dejan un minuto tranquilos, pero con el tiempo terminamos abandonados en el fondo del cajón de los juguetes viejos», comentó. El viejo sofá que había vivido tantas navidades se quitaba con parsimonia y en silencio unas fastidiosas boronas de comida. «Estas fiestas son muy materialistas. Ya no tienen magia. Antes se creía en Papá Noel, el Niño Dios, en los Reyes Magos. Temíamos que el invierno terminara comiéndose al sol y el frío nos matara lentamente. El misterio de las estaciones se calmaba con supersticiones llegadas de tiempos prehistóricos. Hoy todo es consumo y gasto inútil», dijo un reloj de péndulo alto y viejo desde su rincón. De los cuadros se bajaron tres jóvenes que estaban en un bar bebiendo y hablando. De una caja de CD con la colección completa de obras de Mozart salió la imagen del gran músico y se sentó a tocar unos conciertos para piano. Unas mariposas de madera que antes colgaban del techo ahora revoloteaban por la pieza en compañía de un colorido tucán escapado de una totuma artesanal. El sofá debatía animadamente con el reloj diciendo que el cuento del Papá Noel, ese personaje extranjero a la familia, entrando por la chimenea cargado de regalos era una alegoría del subconsciente sexual de los humanos, que era como una fertilización, el mismo acto sexual. El reloj se reía y decía que no, que todo era religioso en la vida y que aún los ateos se aferraban a su racionalidad para soportar el peso del futuro incierto. De pronto una pared gritó: «¡Silencio! Alguien nos está espiando». Todos se petrificaron buscando al intruso. Un ratoncito aprovechó para atravesar corriendo hacia su cueva con un pedazo de queso sobreviviente de la cena. Un par de ojos miraban atónitos la escena desde la puerta de la sala. Eran de una niña de cuatro años que no podía dormir y se acababa de levantar. «¡Rápido! A sus puestos», ordenó la pared. Todos obedecieron. La normalidad volvió a llenar la habitación. La pequeña siguió su camino y fue a pedir agua a sus padres. «Menos mal que era ella. Aunque cuente lo que vio, nadie se lo creerá. A ver si llevamos a las paredes al ORL pues me parece que se están quedando sordas», dijo enfadado el piano y se durmió de un golpe.

domingo, 20 diciembre 2009

La Insolación

NV-IMP574.JPGEl cachorro Old salió por la puerta y atravesó el patio con paso recto y perezoso. Se detuvo en la linde del pasto, estiró al monte, entrecerrando los ojos, la nariz vibrátil, y se sentó tranquilo. El sol golpeaba con fuerza. No llovía desde hacía un mes. Los campos estaban secos. Old tenía sed pero seguía acompañando a su ama que desnuda tomaba el sol al borde de la piscina desde hacía rato. La mujer era un poco excéntrica. Tenía amigos que venían a verla, hablaban, bebían, dormían juntos y al día siguiente se iban sin volver a aparecer o llamar durante semanas. Se las arreglaba para que no se cruzaran. Si no la llamaban, se encargaba de recordarles dónde era su casa. Fue Sean quien le regaló ese perrito en su última visita. Le dijo con acento irlandés: «Carmen, te regalo este fox terrier para que no estés tan sola y te acuerdes de mí». Era muy ecológica, estaba en contra de la ciencia, no tenía horno de microondas, no usaba teléfono celular, le temía a los cables de alta tensión, a las computadoras y a tantas cosas modernas que la llevaron a vivir aislada en el campo. Felizmente tenía su fortuna, herencia de maridos ricos que coleccionaba como muebles viejos de anticuario y que iban muriendo uno tras otro dejándola cada vez más opulenta y con más amantes. El sol golpeaba, Carmen en su duermevela sentía debilidad, dolor de cabeza, calambres y mareos que la estaban matando. Casi no tenía fuerza para servirse una copa de vino helado de la mesa aledaña. «He tomado demasiado. He exagerado con mis amantes. No he debido haber llamado a Francesco, pero es tan libre y atrevido que no me pude retener. Me estoy envejeciendo», se dijo y se sentó de un golpe. La cabeza le dio más vueltas, las nauseas le provocaron vómitos que retuvo de milagro y una sensación de preocupación le aceleró los latidos ya fuertes de su corazón. Estaba confundida, sentía fiebre. Old se acercó moviendo su cola y le ladró pidiendo atención. Carmen se levantó, tambaleó, quiso ir al baño, un desmayo la hizo caer dentro de la piscina inconciente. Old ladraba angustiado sin poder ayudarla. Filippo su fiel mayordomo llegó corriendo y la sacó a tiempo. Su patrona estaba de nuevo insolada, víctima de la única radiación peligrosa que ella no temía.

 Inspirado en una frase de Horacio Quiroga en «La insolación», http://www.ciudadseva.com/textos/cuentos/esp/quiroga/inso...