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domingo, 07 febrero 2010

Cavilando en paz

NV-IMP600.JPGSi la gente nos oyera los pensamientos,
pocos escaparíamos de estar encerrados por locos.
Jacinto Benavente

No me gusta estar sola en esta cafetería de mi trabajo. Hoy mis amigas con quien siempre vengo no están, pero la sed y las ganas de descansar unos minutos fueron más fuertes y me sacaron de mi despacho. Ahí entra la nueva pasante de mi servicio. Claro, como es joven y bonita, mis compañeros se pelean por estar con ella. A mí ya ni me miran esos imbéciles. ¡Bah! A ver si me consigo un filtro de amor con un morabito africano para ponerle en el café al buen mozo del tercer piso que está tan bueno. Cuando se descuiden me vengaré de mis colegas. Les voy a borrar unos ficheros electrónicos en que estén trabajando o les voy a introducir errores. Si me preguntan algo, me haré la tonta. ¡Ojalá el jefe se decida de una vez por todas a tomar su jubilación anticipada para ver si me ascienden! Me lo merezco. Tantos años de sacrificio en esta empresa y ningún reconocimiento. Lástima que el director que me protegía murió de un infarto hace dos años; si no, a estas alturas se hubiera divorciado y seguro que estaríamos viviendo juntos. Desde su muerte, no he logrado conquistar a nadie y es que los años se me han venido encima. A la bruja de su esposa casi la enveneno en una fiesta, ¡ja, ja! Me arrepentí a última hora. Espero no chiflarme. El otro día no me di cuenta y estaba hablando sola en el pasillo de mi piso. Fue la mujer de la limpieza preguntándome si le hablaba a ella quien me sacó de mis cavilaciones. Bueno... ya es hora de volver a mi despacho y dejar de pendejear aquí sola.

domingo, 31 enero 2010

Golpe de tenedor

tenedor.JPGCuando el policía terminó el último bocado, cayó en la cuenta de que se habían comido el arma del crimen: un pernil de cordero con el que golpearon al carnicero.

domingo, 24 enero 2010

Muerto de furia

NV-IMP595.JPGEl que quiere de esta vida todas las cosas a su gusto,
tendrá muchos disgustos,
Francisco de Quevedo

Siempre fue difícil complacerlo. Desde pequeño fue un tirano con sus hermanos: celoso, egoísta, dominante y peleador. En el colegio, igual: quería mandar en los juegos, era pesadísimo con los profesores, exigía buenas notas, pero no estudiaba suficientemente. Hasta con el profesor de historia se peleaba, ya que si hubiera sido Julio César, Napoleón o Bolívar, él hubiera hecho todo diferente. Estudió derecho para cambiar el país y fue de izquierda para cambiar el mundo. Se casó varias veces pues era tan exigente con sus mujeres que terminaba enamorado de otras aparentemente más perfectas, pero al fin y al cabo llenas de defectos según él. El hombre nuevo no surgía según las teorías comunistas, el gobierno no acababa con la pobreza, el marxismo no era lo que pensaba. Decepcionado, se convirtió en capitalista para invertir sus riquezas en el bien común, pero evidentemente mucho después de haber llenado sus bolsillos. Sus hijos nunca llegaron a la altura de sus esperanzas. Creía formarlos a la imagen de sus ideales, pero resultaron más burgueses y conformistas a sus ojos que toda su familia. Invirtió millones en fábricas de jabón para limpiar la suciedad del país y hacer a la gente más blanca, sacándolos de la cochambre. Esclavizó a empleados y no ganó nada. Sus exigencias le trajeron cada vez más enemigos. Andaba de mal genio insatisfecho con el mundo que le había tocado vivir sin haber logrado cambiarlo ni pizca.

Lo peor sucedió cuando murió por primera vez. Los médicos le aconsejaban calma, distanciamiento, tolerancia, distracciones y pasatiempos; él continuaba su exceso de trabajo y actividades. Un día lo encontraron pálido, tirado en el piso, tieso como piedra, con la boca llena de espuma y los ojos abiertos mirando el cielo raso. No pudieron reanimarlo. Los médicos decretaron que estaba muerto. Fue un descanso para todos. Nadie lo lloró. La gente se desahogaba contando lo malo que había sido, recordando sus berrinches y pataletas cuando nada salía como quería. ¡Por fin nos dejará descansar en paz! En medio del velorio de repente se oyó un grito, la tapa del ataúd se abrió de un solo golpe, el muerto se levantó y bramando trató a todos de imbéciles e inútiles pues lo que tenía era un ataque de catalepsia que nadie había sido capaz de diagnosticar. ¡Casi lo entierran vivo! Se escandalizó por la mala calidad del ataúd que tuvo que soportar varios días incómodamente. Echó a todos a gritos a la calle. Demandó a sus médicos, despidió a los inconcientes empleados que lo criticaron mientras él luchaba por revivir y desheredó a su familia.

Hasta su segunda y verdadera muerte, años después, no cesó de criticar, martirizar y explotar a su entorno. La verdadera muerte le llegó de un infarto fulminante. Ningún médico se atrevía a certificar que estaba muerto por miedo a las consecuencias de una segunda catalepsia mal diagnosticada. Solo cuando el cuerpo empezó a descomponerse, los galenos firmaron el acta de defunción. ¡Qué alivio para todos incluyendo al muerto!