jueves, 09 enero 2014
De Bogotá a Gigante
Me pregunto cómo verá a Colombia alguien que no haya vuelto desde hace más de diez años o que nunca haya vivido aquí. Con mis viajes cada dos años, más o menos, encuentro cambios que me hacen sentir como un extranjero.
El aeropuerto El Dorado tiene nueva terminal de llegada, más amplia y funcional. Los trámites para entrar al país y salir del edificio con las maletas son más rápidos. Ahora lo primero que busco al llegar a Colombia es cambiar dinero y comprar una tarjeta SIM para el celular. Hace unos años era un lío entrar dinero o usar tarjetas de crédito.
Llegar un 2 de enero tiene ventajas pues los capitalinos se han ido de vacaciones de fin de año y la circulación por la ciudad es más fluida. Por suerte el clima estaba agradable con sol y temperaturas relativamente altas, sobre todo cuando uno viene del invierno europeo.
Los primeros días el inconveniente principal es acostumbrarse al cambio de horario. Dicen que toma un día por cada hora de diferencia para coger el nuevo ritmo. Creo que es cierto. Seis horas de diferencia hacen que uno se despierte a las tres o cuatro de la mañana, como si hubiera dormido demasiado, y a media tarde ya tiene ganas de irse a la cama. A las horas de comer el estómago no entiende por qué lo están haciendo trabajar.
Lo malo de la vida en la capital es el estrés y las distancias. La contaminación del aire se nota por la bruma que deja los cerros convertidos en espejismos. A las horas pico se llenan las calles de automóviles y toma mucho tiempo ir de un lugar a otro, salvo en esta época en que los bogotanos se han ido.
Esta vez nos alojamos en un hotel muy cercano a Unicentro, un centro comercial del norte de la ciudad. Me gusta pasearme viendo la gente en esos trajines, reconocer tipos de caras y formas de vestir tan colombianos, oír acentos de las diferentes regiones del país, los niños jugando, los jovencitos coqueteando, los adultos en sus ocupaciones y los viejos caminando con dificultad o en sillas de rueda cansados de la vida.
Los vendedores callejeros nos asaltan proponiendo toda clase de negocios o de cachivaches. En los almacenes nos tratan de tú como si nos conociéramos de toda la vida. El problema de las compras es tener una idea del valor de los pesos y euros por el costo relativo. Esta vez el truco es multiplicar por cuatro y dividir por diez mil para pasar del peso al euro o si se quiere simplificar más, dividir por dos mil para pensar en francos suizos.
Da gusto volver a probar la comida típica del país: un buen ajiaco, bandeja paisa, cazuela de mariscos, sancocho, masato, avena, los jugos de frutas tropicales como el lulo, curuba, guanábana, tamarindo, maracuyá, los biscochos de achira, almojábanas, pan de yuca. ¡Mmm!, estamos en cosecha de mango y melón. Toca cuidarse de las indigestiones y de desequilibrar la alimentación comiendo al mismo tiempo arroz, pasta, papa, plátano, pan, arepa y yuca. Ahora es época del dulce de Navidad con su almíbar, brevas, papayuela y cáscara de limón. Las frutas frescas también son una delicia: piñas, guanábanas, patillas, granadillas, papayas. Todavía me falta mucho por probar. Menos mal que no me he enfermado.
El viaje a tierra caliente lo hicimos en avión para bajar de los dos mil seiscientos metros de altitud de Bogotá a los quinientos de Neiva en menos de una hora. Lo que no estaba previsto era que los vuelos se atrasaran, supuestamente por un problema técnico, y que tuviéramos que esperar en el aeropuerto tres o cuatro horas antes de despegar. ¡Qué fastidio y aburrimiento!
El recorrido final fue por carretera y de noche. No duró mucho pero con las luces de los camiones en el otro sentido se hizo pesado. Los carrotanques enormes llevan el petróleo crudo del sur al norte del departamento en un incesante vaivén. Además están terminando una nueva represa del río Magdalena en el Quimbo lo que ha congestionado y dañado más las carreteras. No pude disfrutar del paisaje por ser de noche. Antier sí pude ver esos árboles autóctonos como los samanes que dan sombras a las carreteras convirtiéndolas en túneles verdes. Parar a tomar algún refresco al borde de la ruta permite ver las gallinas, vacas, piscos, perros, cabras, pájaros, burros y caballos en su medio ambiente. Me encantaría tener un cuadro grande pintado en óleo con esos paisajes de mi tierra para soñar con ella desde Europa.
Todavía no me he puesto al día con la música de moda. Supongo que habrán sacado a la venta un CD para bailar en Navidad. Se siguen oyendo vallenatos, salsa y cumbia. Son de las compras que tengo previstas para la última semana de vacaciones.
La otra noche nos despertó un aguacero tropical de esos que parece que van a tumbar el tejado. A la mañana siguiente ya el sol se encargó de evaporar el agua en pocas horas y calentar para el próximo aguacero de la noche. De noche no pude ver muchas estrellas. La luna se asomaba con dificultad entre las nubes. Orión en el cénit indica que estamos muy cerca del ecuador del planeta.
Lo mejor de todo es charlar con la gente, ponerse al día de los sucesos de los miembros de la familia, reírme al verlos contar lo que le pasó a don Pedro, el hermano de doña Jacinta, la hija del dueño del vivero a la entrada del pueblo, que tenía doce hijos y este era el tercero, que tenían muchas tierras o almacenes y yo sin enterarme de quién están hablando. Esta es mi gente con sus tristezas y alegrías, con sus esperanzas y deseos de salir adelante soñando con un mundo mejor, con sus hijos y nietos que van creciendo y reemplazando las generaciones de los que se han vuelto viejos y nos muestran el camino. Casi todos con sus teléfonos celulares en el bolsillo y perfil en Facebook.
17:14 Anotado en Elucubraciones, Recuerdos, Viajes | Permalink | Comentarios (0) | Tags: colombia, vacaciones
viernes, 20 diciembre 2013
My imagination… What else?
Cientos de veces he echado gasolina en esa estación sin haber sentido algo parecido. Era una fría mañana de invierno. La vi bajar de su carro cuatro por cuatro blanco delante de mí mientras me preparaba poniéndome bufanda, gorro y guantes para bajar a echarle gasolina al mío en el Grand-Saconnex, cerca de la Place de Carentec.
Nuestras miradas se cruzaron y alguna chispa eléctrica conectó nuestros cuerpos a distancia. Quizás solo fue un destello de su dirección a la mía, pero deseaba que fuera recíproca. Era bonita, de pelo negro, ojos oscuros, dentro de una falda blanca ajustada que resaltaba su silueta, con una alegre gorra roja de lana que cubría con elegancia y holgura su cabeza, tacones altos que le daban un porte de modelo a pesar de la poca gracia de tener una manguera de gasolina en la mano. Podía ser latina, italiana o norafricana. Era como si Mónica Belucci, Penélope Cruz o Beyoncé estuviera frente a mí, pero estábamos muy lejos para improvisar una conversación.
Terminamos al tiempo. Nos dirigimos a pagar. Ella llegó primero a la puerta y yo detrás feliz admirándola. En la caja la empleada atendía a otra mujer. A la izquierda en una mesa de bar tres hombres sentados charlaban tomando café.
Mi admirada en lugar de hacer cola se fue a escoger una bebida en un refrigerador a mi derecha. Esperé a que volviera sin quitarle el turno. Nos cruzamos de nuevo la mirada. Ella como diciendo siga usted y yo dándole el lugar que le correspondía. Me sonrió y se puso frente a mí cuando con mi mano y una sonrisa le señalé que le cedía el puesto.
Era un poco más alta que yo, aunque no sé si descalza lo sería tanto ya que sus zapatos de tacón eran muy altos. Su falda blanca ceñía unas nalgas provocativas y bellas. Una chaqueta de cuero de color marrón claro le cubría la espalda. A mi izquierda el grupo de hombres paró la conversación para admirarla, pero con risitas trataron de disimular su entusiasmo. Ella ni se inmutó.
Llegó su turno. Habló en francés sin acento particular. Claro que no estaba yo tan pegado como para darme cuenta de cada palabra que pronunciaba. Salió sin mirarme. Pagué sin prisa pensando que ya se iría para siempre de mi vida.
Cuando regresé a mi auto ella estaba encendiendo el suyo. Vi la placa de inmatriculación de la Alta Saboya con su número 74 característico. A esa hora de la mañana el tránsito estaba pesado. Al salir de la gasolinera todavía el carro de mi bella vecina esperaba el momento oportuno para entrar en la circulación. Lo hicimos uno tras otro cuando el semáforo pasó a rojo y nos dio un respiro. A partir de ese momento mi imaginación se disparó.
Aunque veía difícilmente su silueta desde atrás, me decía que podría estar mirándome por el retrovisor. Los tres semáforos que nos separaban de la Place des Nations me dieron tiempo de pensar que yo me bajaría de repente para proponerle a través de su ventanilla que fuéramos a tomar un café en el Hotel Intercontinental para conversar un rato. Sorprendida, después de mirar su reloj y ver que el tiempo podía esperar, aceptaría. Aplicándome al máximo trataría de cautivarla hablando sin escrúpulos mientras admiraba de reojo sus pechos generosos y su boca roja tentadora sin dejar de fijarla a los ojos. Tras media hora de charla habríamos decidido que el precio exorbitante del hotel de lujo no era óbice para subir a conocernos íntimamente a una habitación con vista al lago.
Otra posibilidad sería que al llegar a su ventanilla me daría cuenta de que en el asiento trasero un nene me miraba sorprendido y solo me quedaba la posibilidad de darle mi tarjeta de visita con la esperanza de que me llamara en pocos días.
Podría ver también que en la parte trasera de su campero llevaba un león enorme que me rugiría con furia o un perro dóberman que se pondría a ladrar y a mostrarme los colmillos.
La peor imagen fue ver a un matón sentado a su lado acechándome con furia, bajarse de inmediato para hacerme volver a mi carro a patadas y puñetazos.
De todas formas por más de que traté de ver una última vez sus ojos a través del retrovisor, no pasó nada.
Cuando nuestros caminos bifurcaron sin remedio me pregunté qué hubiera hecho mi esposa si en una estación de gasolina se encuentra con Georges Clooney, Brad Pit o Cristiano Ronaldo o alguien muy parecido. Mejor ni pensarlo.
23:09 Anotado en Cuentos, Elucubraciones, Recuerdos | Permalink | Comentarios (0) | Tags: ficción, encuentros, desencuentros
martes, 22 octubre 2013
¿Cómo aprendí a leer?
Muy buena pregunta, Mayti. Antes de interesarme por la lectura y escritura, lo que me gustaba era dibujar. Con que me dieran papel y lápiz, yo era feliz pintando. Los elogios de mi familia me motivaban a dibujar más. A veces una tía o mi abuela me proponían que escribiera las vocales o palotes, pero me parecía aburrido. Me gustaba que me leyeran, sobre todo las historietas que salían en el periódico, en blanco y negro entre semana y en colores los domingos.
Recuerdo que en ese tiempo de feliz analfabeta encontré el cuaderno de tareas de mi hermano, cuatro años mayor que yo, tentadoramente abierto y me puse a dibujar en él. Llené dos páginas de garabatos. Por supuesto, me regañaron.
No sé si fue antes o después de esa pilatuna que un día que mi hermano estaba juicioso haciendo sus tareas y yo jugando a su lado, le pregunté qué hacía. Me dijo: «esta tarea; léela». Cuando cayó en la cuenta de que yo no sabía leer, se sorprendió y empezó a explicarme el sistema de las letras, vocales, consonantes y el desciframiento tipo mamemimomú. La lección no duró mucho pues él quería terminar su tarea para poder irse a jugar, pero me picó la curiosidad y las ganas de leer.
Aprendí en serio en la escuela con una cartilla llamada Alegría de leer. Fue la primera cartilla de muchos niños colombianos. Tenía una doble página por cada letra del alfabeto, desde las más fáciles a las más difíciles. Frases como «Mi mamá me ama. Amo a mi mamá. El burro va al molino» nos hicieron aprender poco a poco la lectura y la escritura. Con solo ver su carátula me recuerda mis años infantiles. El salón de clase era grande con muchos pupitres y niños. Los olores y sonidos reaparecen todavía muy vivos en mi mente. Recuerdo las numerosas manos levantadas para pedir la palabra y contestar a las preguntas de la maestra.
Cuando por fin supe leer, no paraba de descifrar cuanto letrero y aviso veía en la calle. Parecía una cotorra. Jugábamos con mis hermanos a decir una palabra que habíamos visto y los demás a descubrirla en medio de la selva de letras de las publicidades. En ese tiempo los anuncios de los almacenes eran perpendiculares a las fachadas y hasta el almacén más pequeño podría tener el aviso más grande.
Esa sensación de descifrar mensajes secretos con los primeros pasos de la lectura me encantaba y me sigue gustando. Quizás por eso disfruto aprendiendo idiomas extranjeros. Leer avisos en ruso o en árabe y descubrir palabras nuevas es maravilloso.